Mis primeras torturas

Mis primeras torturas

Mis primeras torturas

Rafael Chaljub Mejìa

Las primeras torturas que recibí en mi vida no me las aplicaron en un calabozo de la policía secreta, sino en una de las habitaciones de una casa de madera en Nagua, habilitada como consultorio de un viejo dentista al cual mis padres le confiaron el cuidado de la salud dental de sus hijos.

No sé si odontólogo titulado o mecánico dental, pero era el único que había en Nagua en ese tiempo. Hombre ya de buena edad, vestía habitualmente de amarillo caqui, lentes recetados, hablar pausado y de voz fina.

Cuando salía a hacer su trabajo, llevaba siempre su maletín de cuero con los instrumentos de su oficio. Todo esto le daba un aire doctoral y la gente se ponía en sus manos sin mayor reparo.

A la luz de los avances del presente en materia de tratamiento dental, los procedimientos de mi primer dentista eran bastante primitivos.

Mi papá y ese dentista eran buenos amigos y si no me equivoco, hermanos de logia. A veces don Jorge lo mandaba a buscar para que nos chequeara la dentadura. Ante la presencia de alguna carie, su solución preferida era sacar la pieza. Ponerle la raíz al sol.

Me abstengo de contarles otras anécdotas, y me limito a lo mío. Cuando ya era yo un jovencito las caries afectaron dos de mis dientes delanteros y sacármelos iba a dejar mi apariencia muy mal parada.

Antes de colocarles los empates había que curar el diente. Para eso, el dentista sentaba a su víctima en un viejo sillón de madera, accionaba el pedal de una máquina, se ponía en movimiento una volanta que mediante un hilo, hacía mover otra rueda más pequeña, y todo terminaba en una aguja con la cual el dentista iba limpiando la pieza afectada.

Todo sin anestesia y a lo macho. El ruido del artefacto, el movimiento penetrante de la aguja en el nervio del diente, el tufo a chifle quemado, y la tenacidad del dentista que por más seña que uno le hiciera, seguía pedaleando inclementemente, sin parar.

Y ni pensar en gritar para desahogarse. El hombre trabajaba en su casa de familia, y allí estaban sus hijas, muchachas muy buenas mozas y elegantes que lo escuchaban todo y era inadmisible que un joven parejero y orgulloso se pusiera a gritar.

Por eso, puedo decir que pasé las pruebas de mis primeras torturas sin quejas ni alaridos, no por valiente, sino por orgulloso.