Sagrario y las pesadillas del verano

Sagrario y las pesadillas del verano

Sagrario y las pesadillas del verano

Roberto Marcallé Abreu

MANAGUA, Nicaragua. En estos días, cuyas horas me parecen interminables, el rostro de Sagrario Díaz aquella muchacha de mirada apacible y sonrisa deslumbrante que fue asesinada en el campus de la Universidad Autónoma de Santo Domingo hace ya muchos años, se me presenta una y otra vez.

Quizás porque su recuerdo permanece tan vivo en nuestra memoria y nuestra conciencia que aún desencadena nuestras lágrimas y una tristeza tan devastadora que parece no tener fin.

Pese a los años transcurridos, el dolor persiste como una sombra oscura que nos impide alcanzar la paz. Qué mucho la recuerdo: Era delgada, pequeña, alegre, formal. Un día desapareció para siempre de nuestras vidas, solo que de ella persiste ese recuerdo amargo cuando todavía observamos la varias veces publicada foto de su hermano Fidias, abatido por la desesperación y un llanto desesperado, cargándola en brazos, en un vano intento para que los médicos de la clínica Gómez Patiño le devolvieran una sonrisa que su muerte terrible le robó para siempre.

La recuerdo de manera muy vívida porque, horas antes, cuando se iniciaban las movilizaciones, casi de manera imperativa me pidió que me alejara del campus universitario.

Por supuesto que me negué, pero ella, con ese temple que la caracterizaba, me dijo que tuviera presente que mi madre Aurelia estaba muy enferma y me advirtió que “quizás ella no sobreviva a otra experiencia como la que tuvo que sufrir” pocos días atrás.

Es una larga historia, pero es preciso recordarla en estos momentos. Sagrario se refería a lo ocurrido cuando decenas de uniformados del cuerpo antimotines denominado “Los cascos negros” fuertemente armados, allanaron en la madrugada la casa de mis padres en la calle Eduardo Vicioso, Bella Vista, donde vivía en esos entonces.

Eran días peligrosos. Pocas horas antes, un comando de guerrilla urbana encabezado, entre otros, por Amaury Germán Aristy denominado “Los palmeros” había sostenido un sangriento enfrentamiento con las autoridades en un apartado descampado de la Avenida Las América, al este de Santo Domingo, que arrojó un elevado número de muertos. Uno de los guerrilleros, Harry Jiménez, al parecer, había logrado escapar y se le buscaba de manera implacable por todas partes.

Sus compañeros, así como decenas de soldados, murieron en la confrontación.
Tal parece que alguien con oscuras intenciones informó a las autoridades que habían visto entrar y salir de la casa paterna a Jiménez.

Al no encontrarlo, optaron por conducirme en calidad de detenido al Servicio Secreto de la Policía, aunque soy aún de la creencia de que sus órdenes eran las de darle muerte a todo con el que tropezaran, lo que no ocurrió quizás porque no encontraron armas ni ninguna clase de resistencia que no fuera la verbal.

Permanecí varios días bajo interrogatorio hasta que me liberaron, quizás porque no encontraron ningún indicio que los ayudara en sus pesquisas. Recuerdo como ahora que los agresivos oficiales optaron por concederme la libertad debido a que mis padres se presentaron todos los días en el Palacio de la Policía a indagar sobre mi situación y demandar que me libertaran.

Junto a ellos, estaban Sagrario Díaz Santiago y otros dos compañeros de mi clase, así como una muchacha de la que no he vuelto a saber absolutamente nada, Ana Nolasco. Al ponerme en libertad, la amenaza que me hizo uno de los jefes policiales fue que “si tenemos otras informaciones sobre ti, no te vas a librar como en esta ocasión”.