Una experiencia para no recordar

Una experiencia para no recordar

Una experiencia para no recordar

Roberto Marcallé Abreu

Con alguna frecuencia converso con un excompañero de nuestros tiempos adolescentes y entre una intervención y otra revivimos escenas y circunstancias de aquellos años distantes en los que cursábamos la primaria, la intermedia y el bachillerato en los colegios San Juan Bosco, Loyola y Calasanz.

Condicionado por viejas imágenes, rostros, las calles, los lugares de esos tiempos ya idos, he encaminado mis pasos hacia esos ámbitos en los que iniciamos el periplo de nuestras vidas y que he tratado de reconstruir en mis libros “Sábado de sol después de las lluvias”, “Ya no están estos tiempos para trágicos finales de historias de amor” y “El minúsculo infierno del señor Lukas”.

Los recuerdos, las vivencias, son parte fundamental de nuestra existencia. Vivimos apegados a escenarios, personas y experiencias de una manera irrestricta. Con frecuencia, la nostalgia nos retorna rostros, diálogos, escenas, eventos, ámbitos, que nos permiten vivir nueva vez momentos ya sepultados por el paso del tiempo. Algunos son gratos, otros son definitivamente deprimentes.

Es bueno recordar amigos, conversaciones, descubrimientos que una vez hicimos, calles, ambientes. Lo es utilizar esos pormenores para elaborar historias que se originan en lo más profundo de nuestro espíritu y de nuestros sentimientos. El riesgo es hacerse a la idea de que, realidades que una vez fueron y que permanecen inmutables en nuestros recuerdos, de alguna manera podrían serlo en estos tiempos cambiantes, complicados y difíciles.

Días atrás, por ejemplo, me aventuré por las calles de Villa Juana, la Marcos Adón, la San Martín, la Manuel Ubaldo Gómez, la Tunti Cáceres… recorrí los alrededores del Colegio Don Bosco, la Doctor Delgado, la Barahona, la París, la Duarte, la Rocco Cochío, la avenida Mella…

Todo se ha deteriorado de una manera terrible e irrecuperable. El tiro de gracia de lo que una vez fueron calles y barrios amables y hasta hermosos, donde residían personas muy diversas pero que se trataban como una familia, fue la edificación de una avenida que dividió y desdibujó Villa Juana, la Fe, los alrededores del mercado de Villa Consuelo, una parte del ensanche Luperón y otros tantos barrios, y que fue concluida en uno de los gobiernos del presidente Balaguer.

Se denominó Quinto Centenario, en honor a la fecha conmemorativa del descubrimiento de América. Decenas de motores, gente de gestos poco amigables y hablar descompuesto, vestidos como rufianes de barrio, ingiriendo cervezas y ron a pico de botella o en vasos plásticos, negocios raros, oscuros, en absoluto desorden, árboles alicaídos de hojas empañadas en su verdor por el polvo, aceras rotas, casas espantosas y al borde del colapso, agobiadas por una devastadora ruina terminal…

El segmento de la avenida Duarte que nace en el que fuera el liceo del nombre del patricio, ha devenido en un caos terrible: calles atiborradas de vehículos destartalados y de pintura desconchada, burdos e improvisados negocios callejeros, guaguas de pintura manchada y deteriorada, autos sin parachoques, puertas y guardalodos deformados, multitud de gente de miradas inamistosas, vociferante y de vestidos y gestos desagradables y agresivos, “negocios” cuya mercancía se destacaban por sus diseños feos y extravagantes, calzados de goma colgando de las paredes de las edificaciones cercanas y de vehículos mal estacionados.

Sinceramente extraviado en ese mundo caótico, ruidoso y desconocido, logré a duras penas alcanzar un parquecito que alguna vez se llamó Braulio Álvarez, situado al final de la calle Tunti Cáceres.