La respuesta es… no

La respuesta es… no

La respuesta es… no

No sabemos decir que no. Mucho menos las personas de mi generación que crecimos con el total convencimiento de que somos capaces de todo y un poco más.

Decir no es sinónimo de tirar la toalla, de fracaso, de no ser capaz de y, más que nada, que la otra persona nos rechace y… todo esto es inadmisible en nuestra agenda de logros.

¿Qué pasa en la realidad? Que a todos nuestros quehaceres, quebraderos y trajines sumamos “muchosssss” de los demás. Cuando alguien nos pide algo nuestro cerebro de una vez se pone en alerta a ver de qué manera encaja con todo lo otro que tenemos en la lista.

Si por un resquicio de cordura nos pasa por la cabeza decir que no, inmediatamente, como si estuviera en nuestros genes, surge un profundo sentimiento de culpa.

No pensamos que la otra persona es quien debe asumir sus responsabilidades, que seguramente no vamos a llegar o que somos incapaces de hacerlo. No. Empezamos a justificar por qué debemos decir que sí. Y en el casi cien por ciento de las veces, decimos que sí.

Evidentemente hablo de temas generales, en esta ecuación no entran las causas mayores, estoy más en el plano del día a día.

¿Y que pasaría si decimos que no? Que aprenderíamos a ser más tolerantes con nosotros mismos, los demás sabrían que estamos ahí para lo verdaderamente necesario y no para resolverlo todo, seríamos capaces de elegir nuestras batallas, en vez de participar en todas, podríamos tener tiempo para nosotros (¡De verdad!) y lo más importante es que no pasaría nada, todo seguiría rodando…

La única diferencia es que quizá, solo quizá, entendamos que decir que no muchas veces es la mejor forma de ayudar a los demás. Solo quizás.



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