En los laureles de una soberanía ficticia

En los laureles de una soberanía ficticia

En los laureles de una soberanía ficticia

Conmemoramos febrero como el Mes de la Patria, pero también es el mes que registra una humillación indeleble. En seis años llegaremos al bicentenario del episodio inaugural de la ocupación haitiana, que un día nueve de febrero descarriló el porvenir de nuestro país.

Como escenario irónico, la Puerta del Conde, tomada aquella mañana infausta de 1822 por las tropas de Occidente, comandadas por un Boyer todopoderoso, decididamente dispuesto a desmoronar el improvisado proyecto independentista del auditor de guerra colonial, José Núñez de Cáceres.

Parecía el invitado estelar de la osadía suicida del culto criollo, por cuyo error de perspectiva prevalecería aquel avasallamiento de veintidós años, que incluso, salvo honrosas excepciones, anquilosó el arrojo nacional hasta el patriótico sacudimiento trinitario generatriz de la cosecha libertaria de 1844.

Castrar el predominio alienígeno del poder haitiano, fue la piedra filosofal inspiradora de la definición doctrinaria del Fundador; la razón sublime del sacrificio volitivo de tantas vidas ofrendadas por la independencia durante los años azarosos condicionados por el estado de guerra interminable de la Primera República; la flama magma del Ejército Libertador que fulminara todo intento de socavar las raíces originarias de nuestra identidad nacional.

Tras el relevante paso dado en 1855 con la firma del ansiado Tratado mediante el cual España reconoció nuestra independencia, lamentablemente los despropósitos puestos en marcha por la mutual Segovia-Báez resquebrajaron el andamiaje institucional y económico de la República.

El derrumbe insalvable provocado por la Revolución Tabacalera que en consecuencia devino en 1857, fue el agente putrefacto del grave diferendo por el que las principales potencias europeas rompieron relaciones diplomáticas con nuestro país y el escollo insuperable del retiro de su provechosa plantilla consular en 1859.

Quedaba nuestro territorio sin la intermediación válida frente a las pretensiones imperiales de los jinetes del Oeste liderados por un Geffrard nada confiable.

El regreso de los cónsules medio año después del rompimiento de relaciones, se produjo a bordo de cuatro buques de guerra.

Excepto el de España –que incluso destituyó a su cónsul anterior por haberla involucrado inconsultamente–, los comandantes traían instrucciones precisas de conminar al Presidente de la República a revocar las disposiciones legislativas decretadas para conjurar la crisis monetaria y fortalecer las maltrechas finanzas públicas.

Doce días de tenso pugilato caracterizaron la férrea resistencia gubernamental y el hostigamiento desproporcionado de los comisionados galo y británico atrincherados tras el poderío hostil de sus naves intrusas en aguas de nuestro puerto capitalino.

Advertían mediante ultimátum al Ejecutivo, sobre las graves consecuencias que sobrevendrían de no complacerse las prerrogativas que demandaban a favor de sus connacionales arruinados por la funesta política económica baecista. El 12 de diciembre, cuando finalmente Francia e Inglaterra violentaron la independencia nacional imponiendo su voluntad, demostraban que los dominicanos vivían dormidos en los laureles de una soberanía ficticia.

¿Qué esquema respetable podría entonces evitar la repetición de otra ignominia como la vivida? ¿Qué fuerza imponente impediría una nueva humillación a la dignidad nacional como la dramatizada por los jinetes del Oeste para quedarse en 1822?

Las negociaciones intensificadas con España a partir del momento mismo que colapsó la soberanía durante aquel diciembre adverso, apuntaban hacia la búsqueda de una alianza política bajo términos que permitieran usufructuar una estructura de poder que inspirara el respeto de todas las naciones y que a la vez propulsara un proyecto económico progresista.

Prolegómenos como los citados precedentemente, podrían contribuir a una reinterpretación valorativa, fundada en los hechos, en torno a los motivos que habrían primado en la reincorporación de nuestro territorio como provincia autónoma de ultramar de la monarquía española en 1861.



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