La verdad y la mentira

La verdad y la mentira

La verdad y la mentira

Días atrás observé el video de una señora de poco más de treinta años, de evidente pobreza y rostro abatido, que se desplazaba con dificultad por un callejón entre casuchas con ese aire deleznable de promiscuidad y abandono.

Alcanzó, al fin, lo que debía ser la humilde vivienda en que habitaba. Sentada en una cama, empezó a relatar su historia. Noté que llevaba una venda en una de sus piernas. De ahí su cojera. Desconozco su nombre.

Sí me impresionó su entereza al relatar cómo un sujeto le colocó el cañón de su pistola en la frente y le gritó que la mataría. Dijo tener un problema con unos pandilleros –a todos los citó por sus aterradores apodos- a quienes describió como narcotraficantes de Moca. Querían utilizarla para algo a lo que ella se negó. “Mi vida corre peligro”, fueron sus palabras.

“Esta herida me la hizo uno de esos sujetos. En vez de dispararme a la cabeza me disparó en una pierna y me amenazó advirtiéndome que yo no viviría tres días”.

Fue cuando pidió al director de la Policía que impidiera que la asesinaran. “Me presenté en diferentes destacamentos a poner una querella y los policías no hacían más que reírse de mí. Ni siquiera en el hospital me quisieron dar atenciones”.

“Me lo advirtieron. Aquí se hace lo que nosotros decimos, así es como hablan. Aquí mandamos nosotros, somos ricos y tú eres pobre. Nosotros pagamos a la policía y a todo el mundo, incluyendo a la gente del hospital. Ya sabes lo que te espera”.

Esta es, con muy escasos detalles, una de tantas historias. La verdad objetiva, como lo han advertido editorialmente varios periódicos, es que la autoridad le ha ido cediendo cada vez mayores espacios a pandillas de narcotraficantes, violadores, atracadores, y asesinos

. Son tantas las denuncias y las evidencias que legaciones diplomáticas e inobjetables organismos internacionales han advertido, alarmados de la inseguridad reinante.
No basta con simples desmentidos de quienes, por cierto, se desplazan muy bien protegidos.

El crimen, el delito y la inseguridad crecen y esto ocurre, lamentablemente, con el respaldo de muchos (no son todos) a quienes el pueblo les paga para que lo protejan.

El pasado 16 de enero, Adriano Miguel Tejada, director del “Diario Libre”, manifestó, alarmado, que “los dominicanos estamos asistiendo a una nueva modalidad del crimen, que es una consecuencia directa del deterioro del orden público y el auge del narcotráfico”.

“Tenemos sicarios criollos que operan con letal eficiencia y que, en muchos casos, cuentan con la complicidad de estamentos militares y policiales”, escribió. Añadió que la mayoría de estos asesinos “son jóvenes de barrios que no ven una mejor oportunidad de vivir con lujo que el crimen”.

Ese mismo día los periódicos informaron que “en las últimas dos semanas se han producido por lo menos 13 víctimas, entre ellas las de un coronel de la policía”.

La relación es tétrica: “La noche del pasado sábado varias personas a bordo de una yipeta acribillaron a tiros a Yoryelin Evangelista” en la provincia Hermanas Mirabal.

En Las Cañitas, de Santo Domingo, murieron Gerald Antonio Rosa Agustín, Yeuri Mercedes y Manuel Enrique Bonifacio Bueno.

Los esposos Wolter Peña y Floranny Lajara fueron asesinados dentro de una yipeta en Arenoso. Roberto Confesor, Pablo Celedonio, Eladia Sabino y Librada Zapata fueron asesinados a tiros en su vehículo en otra ciudad del interior.

L. Ramírez y Víctor Borromé, corresponsales del “Hoy” firmaron la nota publicada con este encabezado: “La Romana está asediada por el crimen”. En su escrito informaban la aparición de tres cadáveres, dos de ellos calcinados en el Batey Cacata.

Quienes desde hace tiempo vienen haciendo las advertencias de hacia cuáles rumbos nos dirigimos han visto con horror cómo sus temores se han hecho realidad. No se trata de “simples percepciones” o de que vivimos en el país “más seguro” del litoral.

Pura ilusión. La sangre y los muertos nos dicen, con absoluta certeza, quién dice y quién ignora olímpicamente la verdad.



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