El curso de nuestro tiempo

El curso de nuestro tiempo

El curso de nuestro tiempo

José Mármol

Jorge Luis Borges definió la música como una misteriosa forma del tiempo. Luego, tiene forma el tiempo. También, tiene dirección, agota un curso, va dejando una estela.

De ahí el sentido del concepto de evolución, que fue luego trastocado por el de revolución y por la insospechada forma en que se organiza el caos.

Para hacer analíticamente fértil la diferencia entre habla y lengua, y para hacer comprensible esta última como un sistema, Ferdinand de Saussure estableció las nociones de diacronía (tiempo lineal, evolutivo) y sincronía (tiempo estático).

Las categorías pasaron a la filosofía y la psicología. Sin embargo, la vida que llevamos en la posmodernidad está signada por elementos muy característicos que han arruinado aquel paradigma.

La aceleración caracterizó la modernidad. Baudelaire lo sospechó e imprimió a la era moderna el sello de la velocidad.

Pero, la crisis en todos los ámbitos de la vida actual nos presenta un panorama en el que el tiempo experimenta una serie de alteraciones que lo despojan de ritmo, orden y compás definidos.

Surge, pues, el concepto de “disincronía”, por medio del cual percibimos el tiempo dando tumbos, sin rumbo definido, sin que necesariamente se trate de una aceleración forzada.

La aceleración ha muerto.

Vivimos la era de la no duración, porque, también la duración ha muerto. La disincronía genera la atomización del tiempo, que se corresponde con un ineludible proceso de fragmentación de la sociedad y de las estructuras identitaria, corporal y espiritual del individuo. Bauman lo llama tiempo “puntillista”.

La manera actual en que nuestra vida discurre en sociedad no se limita al comportamiento en el marco de una estructura ordenada que, en términos temporales, responde a ciertas coordenadas de duración.

Los principios de indeterminación y de caos nos acompañan cotidianamente. La volatilidad de lo efímero y la sensación de fugacidad nos apelan a cada instante y nos fuerzan a una relación íntima con ellas. Por ello, Byung-Chul Han en su perspicaz reflexión “El aroma del tiempo.

Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse” (2016) sustenta que en estos tiempos de crisis termina uno identificándose con la fugacidad y la caducidad, llegando a sentirse como algo pasajero.

“La atomización de la vida supone una atomización de la identidad.

Uno solo se tiene a sí mismo, al pequeño yo”. Nuestras miserias materiales y espirituales, ciberadicciones (infoxicación, dataísmo, selfitis y otras), el fitness como religión del cuerpo y el fundamentalismo radical y violento como elíxir del alma y culto a la muerte, la pérdida de los vínculos humanos, la depresión y el narcisismo son, entre otras degradaciones de la existencia, manifestaciones discrónicas de la fragmentación y atomización del individuo, la sociedad y la vida.

La absolutización de la vida activa (vita activa), que ha reducido al ser humano a la condición de sujeto de rendimiento u “homo laborans” -subsumido al tiempo del trabajo- atrapándolo en la autoexplotación, el narcisismo y el autismo emocional, solo podrá ser vencida por una “revitalización” de la vida contemplativa (vita contemplativa) y de la demora.

La contemplación, el ocio y el sosiego han desaparecido de nuestro horizonte de vida. La ubicuidad y la disincronía propias del imperio de lo digital nos convierten en seres apresurados, depresivos, melancólicos, solitarios que, globalmente conectados, caminamos sin saber hacia dónde ni hasta cuándo.

Y, demasiadas veces, sin saber por qué. La gente está envejeciendo sin hacerse mayor y de ahí que admitir la muerte sea en estos tiempos una cuestión difícil. Paradójicamente, morimos a destiempode vejez.

Dar tumbos, ir agitados del presente a lo efímero, sin distancia ni arraigo, marca el curso de nuestro tiempo.



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