Topacio, amatistas y cielos

Topacio, amatistas y cielos

Topacio, amatistas y cielos

José Mármol

En su edición de 2014, que celebra los trescientos años de la Real Academia Española (RAE), el Diccionario de la Lengua Española (DEL) define topacio como un vocablo proveniente del griego topázion y del latín tardío topazius, que significa piedra fina, amarilla, muy dura, compuesta generalmente de sílice, alúmina y flúor.

Amatista, por su lado, remite etimológicamente al griego améthystos y al latín amethystus, dando por significado el cuarzo transparente, teñido por el óxido de magnesio, de color violeta más o menos subido, que se usa como piedra fina.

La palabra cielo, antes que significar el espacio exterior donde se ven las nubes y donde, desde una óptica religiosa, habitan las almas, en el universo poético simboliza la sed, el ansia de conquista que con la expresión genial “hambre de espacio y sed de cielo”, el poeta Vicente Huidobro, fundador del Creacionismo en 1916, establece los parámetros filosóficos y estéticos de su cosmovisión poética.

Bárbara Moreno García (Santiago, RD, 1964), quien ha publicado obras como “El recorrido poético de Domingo Moreno Jimenes” (2001), tesis doctoral defendida en la Universidad París VIII; el poemario “Mosaicos líricos” (2009) y la novela “Merceditas” (2012) retoma, años después, los recursos expresivos de la poesía, para entregarnos un volumen que, si bien se remonta a una suerte de neomodernismo, con aire provocador, nada extraño en tiempos como estos en los que lo antiguo y lo contemporáneo se hilvanan y fusionan, consigue en el lector el efecto de sentirse sumergido en lo ubérrimo del decir, que sin duda se desdice silencioso en lo que dice, como sugiere Octavio Paz, de nuestra expresión literaria más propia y universal, vanguardista y a la vez tradicional.

Con su nuevo poemario “Topacio, amatistas y cielos” (Santuario, Santo Domingo, 2021), la autora apuesta por una singular poética del color, que como en el poema Correspondencias de Baudelaire, publicado en “Las flores del mal” (1857), suelta al aire perfumes, sones y colores que se responden o se corresponden. Si bien no es la intención manifiesta de la autora, su poesía se plasma, en demasiadas ocasiones, con el tono emotivo, la evocación exuberante de las imágenes y la estructura sintáctica del haiku como modalidad poética oriental, pero no la medida silábica que intenta meter de un zarpazo lúdico toda la naturaleza en una impresión y unas menudas palabras. Una poesía hecha de “adjetivos encaramados caprichosamente a los verbos”.

La poeta Moreno García tomó cursos de pintura con artistas alemanas de prestigio en el arte moderno como Heidi Wolf y Roswitha Bardroff-Distler. Incursiona también en la canción latinoamericana, acompañada de reconocidos músicos como el guitarrista Utz Grimminger, el flautista Roland Geiger y el también guitarrista Sergio Vesely.

De manera que nuestra autora maneja con soltura tres códigos de lenguaje, como son la palabra, la plástica y la música, que de una forma u otra se articulan en su poesía. Esas dimensiones estéticas perfilan el interés por temas metafísicos y místicos que la remiten a su contacto con los planteamientos estéticos del Interiorismo, fundado en los años 90 por el ensayista y académico de la lengua Bruno Rosario Candelier.

Hay en su lenguaje un uso mágicamente atrevido de la elipse. En ocasiones la sintaxis se vuelve hirsuta, hermética, desvertebrada, bordeando el límite de una poesía que podría correr el riesgo de considerarse retórica, aunque no por ello menos hermosa y bien lograda. Es un arte, ciertamente, con aire barroco. Sin embargo, logra la audacia sinestésica de integrar en la línea del verso el color, el sonido y la dureza táctil de las piedras, para hacer de su poesía un mundo intimista y a la vez abierto al lector-espectador.