La noche que llegó Noah

La noche que llegó Noah

La noche que llegó Noah

¿A quién le puede interesar —me pregunto sin estar completamente convencido— la historia completa de Noah? El nombre no es muy común. Y puede prestarse a confusión. ¿Y quién es Noah? No tiene nada que ver con un ser de otra galaxia. Sencillamente es un gato alegre, muy cariñoso. Nunca sale del regazo de Isabel, la tercera hija en orden de sucesión que trajo a la vida un matrimonio que ya perdió la esperanza de tener un hijo varón en el seno de la familia, porque los padres ya empezaron a vivir su primer otoño.

El nombre no era fortuito. Isabel lo escogió porque significa tranquilidad, sosiego, o paz. Y así era Noah, amigable, inteligente y manso desde el bigote leve y disperso hasta el último pelo del rabo.

En todo el trayecto del cuento solo me voy a enfocar en esa historia. La vida de Noah a partir de esa noche lluviosa y con truenos que llegó a la casa como alma aparecida y que se metió asustado, de manera furtiva, en la cama de Isabel. No quiero contaminarla hablando de la madre de Isabel, porque de ella empiezo a tener recuerdos de tiempo líquido y que se van borrando lentamente. Inmaterial, como una perla de rocío sobre el pétalo de una rosa, sin remedio.

Cariñoso, vivaz y pulcro, Noah. Y desde el primer día que llegó a la casa se ganó el amor de todos. Incluso de la madre de Isabel que aprendió el arte de espantar gatos realengos esparciendo vinagre y polvo de pimienta, cuando los felinos entran a la casa y en algún rincón marcan territorio.

De ese odioso trato se salvó Noah.

No hay que exagerar diciendo, por ejemplo, que Noah era considerado como un miembro más en el hogar. Eso es una ridiculez. Tenía un privilegio mayor. Se había convertido en un residente; y era el gato de la familia. Amado a toda hora; y alimentado de manera opípara, con el rigor de ese amor cierto, puntual y apacible.

Noah tenía su propia galería de fotos en el FACEBOOK de la familia. Un bello álbum de fotos. Todos, cada día, alimentaban esa página, con amor. A veces las dos hermanas mayores de Isabel se disputaban el privilegio de hacer las mejores fotos. La madre y también Jorge, el padre de Isabel, tomaban parte en la ardua competencia. Y como fecha del cumpleaños se marcó, para los fines de festejo, el día que apareció en la cama de Isabel, como su encantador príncipe de compañía.

Noah tenía una inteligencia anormal. Isabel montaba las fotos en el álbum y se las mostraba despacio, una a una, en la pantalla del ordenador. Y él movía la cabeza desaprobando las fotos que no eran de su agrado. Isabel las borraba ante él. Y dejaba otras intactas para probar la efectividad de su memoria. Y, en otro momento, cuando las mostraba de nuevo, el gato volvía a mover la cabeza, con su desaprobación.

La prueba resultó incontrovertible. Isabel se dio cuenta que el gato tenía una mente brillante.

El plato de la comida de Noah tiene su nombre escrito. Y también el plato del agua y otro distinto, donde le servían un rico postre. Las letras del nombre, de acuerdo a la función del envase, tenían un color diferente. El gato nunca se equivocaba a la hora de comer, beber, o devorar la merienda.

Noah tenía una dieta muy peculiar. Los jueves comía pescado. Isabel tomaba el cuidado de servirlo limpio, sin espinas. Y él devoraba la carne despacio y lamiéndose a gusto la boca.

El pescado se lo hallaba exquisito. Era mejor que la patata cocida, el yogur natural, sin sabor, el huevo cocido, el arroz blanco o plátano verde. Nunca bebía leche.
No era para menos. Isabel estaba suscrita a varias plataformas exclusivas, con temas de gatos; y que incluían manuales de cómo prodigar amor a las mascotas felinas.

Además llevaba un diario donde escribía las grandes hazañas acometidas por Noah durante el día. Algunas preguntas asaltaban a Isabel. ¿Dónde vivías? ¿Qué te trajo a esta casa? ¿El miedo hizo que confundieras el camino? ¿Qué privilegios formaban parte de tu otra vida? Ahora te llamas Noah, pero tenías otro nombre. Otros dueños; amado en otra casa, con un pasado quizá muy distinto a… Hora de cortar el flujo del pensamiento, dijo Isabel. Y retomó la tarea de hacer notas.

No todo en la casa era alegría y besos.

Un día sucedió algo insólito. Un cataclismo emocional. Algo que nunca se imaginó la familia.

Noah escapó de la casa. El tiempo de la búsqueda se hizo largo y triste.

A la puerta de los vecinos tocó Isabel, casa por casa. Nada. No lo habían visto. ¿Qué sucedió? La familia vivía atrapada en el trasmallo de los días sin sentido. Todos ahogados en la desesperanza emocional.

El padre, la madre y los amigos de Isabel armaron una dinámica y efectiva brigada de búsqueda. En los postes de luz de varios kilómetros, en cuestión de horas, ya estaba colocado un aviso sobre su desaparición, con la foto de Noah y un número de atención. «Se busca», decía el cartel.

La foto de Noah llegó a la televisión y las estaciones metropolitanas de los bomberos, gracias a una insólita cadena de amor y solidaridad con la causa y la aflicción de la familia.

Todas las mañanas la niña se despertaba con la ilusión de ver a su gato en la cama, abrazados. No quería pensar que se lo había tragado la tierra.

Los carteles, a sol y sombra, y por el embate de las lluvias, desaparecieron de los postes de luz. Los bomberos nunca reportaron nada; y la televisión, un día, se olvidó de Noah.

La noche anterior, a Jorge, entre sueños, le pareció oír una extraña trifulca en el techo de la casa. Se escuchaba como si fuera el llanto entrelazado de dos o tres niños recién nacidos. Y le preguntó a su mujer: ¿Será Noah uno de esos gatos? La mujer no respondió. Y él volvió a dormirse.

En la mañana, todavía con la imagen nocturna clavada en la cabeza, Jorge hizo el comentario. Y la mujer, mientras servía el café, le dijo: Jorge, ¿no te pareció que eran dos gatos en amoríos? Qué ocurrencia la tuya. Olvídalo, quizá tuve un mal sueño.

Noah regresó una noche de luna llena, cuando el olvido empezaba a correr por la casa como un río sin control. Vino flaco y sucio, con un fuerte olor a intemperie. Tenía una llamarada de amor en los ojos. Andaba acompañado de una hermosa gata con el vientre nutrido. Estaba preñada. Todos la vieron. Caminaron juntos y despacio por las habitaciones y rincones de la casa. El recorrido apacible terminó en la cama de Isabel. La familia recuperó la felicidad; y sonreían con el sorpresivo regreso de Noah y su pareja.

En la mañana Isabel despierta jalonada por un temor; y se percata, por el olor a limpio que flota en el ambiente, que algo extraño sucedía. ¿Noah, dónde está? Avisa con premura a cada miembro de la familia. Y lo buscaron debajo de las camas, detrás de la lavadora, en el cuarto de servicio, por los rincones más improbables, y en el patio de la casa, incluso.

En principio lo llamaban con sosiego y amor, de manera dulce; y luego, con apremio y desesperación. Todo resultó inútil. No lo hallaron. Y esta vez estaban seguros que Noah no iba a regresar, porque tampoco encontraron a la gata consorte, a punto de parir.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.

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