Una gran vergüenza

Una gran vergüenza

Una gran vergüenza

Roberto Lebrón

En este país, que es insólito, hemos llegado al colmo. La delincuencia nos está colocando, según pasan los años, en un pedazo de tierra que en el futuro sería difícil de habitar, todo esto por la vagabundería que se percibe por doquier. La gente se pregunta, de continuar esta situación, qué será de República Dominicana en el próximo lustro.

Madre mía, ya no hay paz ni en los camposantos. Lo volví a ver este martes al mediodía cuando despedía a un familiar muy cercano que había fallecido la tarde del pasado domingo en un accidente de tránsito. Antes de depositar el ataúd en el nicho fue necesario romperlo para evitar que la tumba fuera profanada y la urna fúnebre sustraída.

A los presentes en el acto de enterramiento de mi tío-padrino, Amadeo Lebrón Jiménez, sobre todo a sus deudos, nos dolió tanto aquel espectáculo deprimente de “profanación obligada” como, su lamentable deceso. Varios amigos de la familia que vinieron de EEUU exterior salieron perturbados al presenciar aquella cosa tan abominable. A eso hemos llegado.

Lo que aquí relato ocurrió en el cuasi abandonado Cementerio Cristo Salvador, en Santo Domingo Este, la jurisdicción del buen amigo Juan de los Santos, un alcalde al que le tengo mucho respeto. Me cuentan que lo mismo pasa -para quienes llevan anotaciones- en los demás camposantos, tanto de la ciudad capital como de los municipios circundantes.

Por eso digo que un país que asista a eventos de tal naturaleza, señores, no tienen otro destino -y no miento- que no sea una futura disolución como sociedad organizada, donde la coerción y la sanción está extinta, a partir de la complicidad de los actores responsables de ejercerlas. Los ciudadanos comenzamos a sentirnos indefensos.

A nadie que tenga juicio se le puede decir que las autoridades no conocen claramente quienes son los autores de esa aberrante y diabólica práctica de profanar tumbas para extraer los sarcófagos. Y tampoco a ningún dominicano, sin importar la clase social, se le puede tratar de convencer que esas mismas autoridades no conocen a quienes los compran.

¿Me van a decir que los ayuntamientos, en este caso los del Distrito Nacional y del llamado Gran Santo Domingo, no tienen informaciones concretas sobre esta vergonzosa actividad. Y que esas instituciones no son capaces de apelar a los organismos de inteligencia para ponerle freno a esa acción malévola, como forma de dar un ejemplo?

Es probable, y lo digo con toda responsabilidad, que funcionarios de los cabildos, lógicamente que asignados a los camposantos, reciban algún beneficio de la sustracción de los ataúdes, horas después de colocados los cadáveres en los nichos. Se supone que los cementerios tienen un servicio de “seguridad” para evitar cosas como las que aquí he descrito.

“Le he dicho a mis hijos que cuando yo muera no hagan una inversión grande en una caja, porque aquí hay que romperla”, dijo una mujer muy amiga de la familia cuando escuchaba los golpes de martillo que destrozaba la urna que contenía el cuerpo sin vida de tío Amado, quien en la década de 1960 era el miembro de la familia mas instruido. Fue, repito, una escena que punzó en lo más profundo el corazón de los allí presentes. Eso es inenarrable.

Fue él, para entrar un poco en detalles sobre nuestro nexo, quien acudió ante el Oficial del Estado Civil para formalizar la declaración de nacimiento de mi hermano Leandro y yo. Y luego tuvo a bien -ante el llamado de mamá, que era su tía y comadre, “echarme agua”, como decimos en mi lugar de origen, El Batey, allá en Las Matas de Farfán.

Concluyo, como debe ser, llamado la atención de las autoridades, sobre todo de la Policía, para que procuren de alguna manera preservar la seguridad en los camposantos. No hago sugerencia alguna a los alcaldes porque -a toda luz- son incapaces de resolver cosas tan bochornosas y viles a las que solo se atreven sujetos endemoniados.



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