Negociaciones con piratas, las devastaciones

Negociaciones con piratas, las devastaciones

Negociaciones con piratas, las devastaciones

Los pobladores de la banda norte de la isla Española estaban sufriendo una pobreza extrema, cuando varios navíos piratas llegan a sus puertos para hacer negocios. Por falta de opciones, los pobres habitantes de la zona deciden negociar con los forasteros. No saben que a muchos esta decisión les costará la vida…

A continuación la historia:

Al puerto de Bayajá, en la banda norte de la isla Española, llegaron navíos que parecían de piratas. Pero el propósito no era saquear, sino hacer negocios.

Los habitantes de la zona no podían creerlo.

Los marineros extranjeros hablaban francés, inglés, hasta holandés, y estaban muy interesados en comprar cueros o pieles del ganado local, así como tabaco, jengibre y otros productos de la tierra. En intercambio, ofrecían mercancías de Europa que no era posible conseguir en la isla. Un puerto con varias naves de diferentes naciones, varias personas

La población sabía que estaba prohibido comerciar con navíos que no fuesen españoles. Sin embargo, desde hacía meses no habían podido hacer negocios por el puerto de Santo Domingo.

La mayoría se sentía desamparada; y la pobreza los afectaba cada día más con más fuerza.

No tenían cómo alimentar a su familia. Así que decidieron buscar su propia suerte, y hacer negocios con los extranjeros, fueran piratas o no.

Nunca imaginaron que esa decisión a muchos les costaría la vida…

Las Devastaciones I: Negociando con piratas

Al comienzo del siglo XVII hacía más de medio siglo que la corona española había abandonado a los dominicanos a su suerte.

Luego del colapso de la economía de oro, del estancamiento de la economía del azúcar y de la ganadería, la isla Española perdió su esplendor de antaño, quedando aislada y al margen del interés imperial ibérico.

Las flotas de galeones españoles en ruta hacia Sevilla, abastecidas de las ricas minas de oro y plata en México y Perú, una vez al año apenas se detenían en el puerto de Santo Domingo para tomar provisiones. Parecía que a nadie le importaba la Española, que desde mediados del siglo XVI se encontraba sumida en una extrema pobreza.

Durante los últimos cien años, en la isla se había formado una sociedad criolla basada en el mestizaje de tres etnias: la aborigen, la europea y la africana, crisol del cual surgió la primera generación de dominicanos distribuidos en unas doce poblaciones por toda la isla.

A finales del siglo XVI, después de la ciudad de Santo Domingo, los pueblos más importantes eran Puerto Plata, Montecristi, Bayajá y La Yaguana, situados en la banda Norte.       (para unos mapas más exactos de las locaciones de los diferentes pueblos, busque en Google “devastaciones de osorio”)

Sus habitantes vivían de una ganadería rudimentaria y de la agricultura, pero debido a la lejanía del centro político, económico y militar, no les resultaba rentable trasladarse al principal puerto de la isla a fin de exportar sus productos hacia España.

Era una tarea difícil y un viaje tortuoso, pues desde Bayajá hasta Santo Domingo la travesía se hacía a caballo o en carruajes y tomaba varios días debido a lo montañoso del terreno.

Por tal motivo, cuando a los puertos del litoral noroeste llegaban embarcaciones extranjeras ofreciendo comprar e intercambiar mercancías, era difícil rechazar la oportunidad que se presentaba.        De regreso a las mismas imágenes del inicio, haciendo referencia a estos eventos, y la decisión del ganadero.

De esa manera los lejanos pueblos del oeste y del norte de la isla lograron formar su propio mercado, a través del cual intercambiaban azúcar, carne, pieles, tabaco, algodón, maderas y jengibre por mercancías que España no podía proporcionarles, como jabón, perfumes, vino, tejidos, y hasta venta de esclavos.

Eventualmente, casi toda la población, sin distinción de rango social, participó de ese lucrativo comercio ilegal que afectaba los ingresos del gobierno por concepto de impuestos.

Esto resultó ser un gran problema, pues para mantener el monopolio del comercio en América, la corona española había prohibido que sus colonias negociaran con representantes de naciones enemigas, ya fueran franceses, ingleses, portugueses y holandeses con quienes, precisamente, tenía lugar el contrabando.

Peor aún: muchos de esos contrabandistas eran corsarios y piratas que con frecuencia atacaban y depredaban las flotas españolas en las aguas del Pacífico y de las Antillas.

La situación, sin embargo, se tornó más dramática luego de que un emisario del arzobispo Dávila, que fue a inspeccionar la Banda del Norte y a verificar el estado espiritual de sus habitantes, regresó a la ciudad de Santo Domingo con 300 biblias protestantes incautadas. El enviado incluso comprobó que en la zona se realizaban bautizos bajo el rito protestante.

Las autoridades políticas y eclesiásticas no podían permitir que, en adición al contrabando con enemigos de la corona y a la merma de los ingresos fiscales, los habitantes de esos pueblos estuvieran expuestos a la influencia de herejes cuyas creencias religiosas eran contrarias a los valores espirituales del catolicismo.

En respuesta a esa amenaza espiritual, las 300 biblias fueron quemadas en la plaza pública.

En cuanto a cómo remediar el problema del contrabando, las opiniones divergían.

La más influyente de esas opiniones fue la de Baltasar López de Castro, dominicano hijo de españoles. Siendo Escribano de la Real Audiencia, Alférez Mayor y Regidor del Cabildo, se había convertido en una figura influyente en la estructura administrativa de la colonia de Santo Domingo.

En 1598 este López de Castro redactó sendos memoriales para Felipe III explicando detalladamente la situación del comercio ilegal. El monarca entonces decidió  terminar de una vez por todas con el contrabando que afectaba tanto a la economía como a la fe católica de la colonia.

Según las recomendaciones de López de Castro, y de otros funcionarios del gobierno local, el 6 de agosto de 1603, Felipe III emitió una real cédula mediante la cual dispuso que las villas de la costa norte de la isla fueran despobladas; y que sus habitantes fuesen obligados a mudarse a una zona al Este de la isla y cercana a la ciudad de Santo Domingo.

La Real Orden dio plenos poderes al gobernador, Antonio Osorio, y al arzobispo de Santo Domingo, fray Agustín Dávila y Padilla, para que cumplieran fielmente con su voluntad de erradicar el contrabando y la evasión de impuestos.

Osorio

Pero fray Agustín Dávila y Padilla no estaba enteramente de acuerdo con la disposición.

Y mientras el gobernador Osorio era partidario de la despoblación pura y simple, por su parte el arzobispo favorecía una solución intermedia que no lesionara los intereses de los habitantes de dichos pueblos.

Fray Agustín Dávila y Padilla era un sacerdote dominico oriundo de México. Hombre de notable erudición, había sido profesor de filosofía y teología en universidades de su país. El rey Felipe II lo nombró arzobispo de Santo Domingo en atención a sus elevados méritos y a sus firmes principios católicos.

Era un hombre de ideas muy avanzadas para su época. Incluso llegó a proponer que la banda del Norte fuera declarada puerto libre, bajo la supervisión de las autoridades, debido a que consideraba el proyecto de las despoblaciones de muy difícil ejecución y sobre todo perjudicial para los intereses de España.

Y él no era el único en oposición a la despoblación. Otros regidores del Cabildo de Santo Domingo y determinados oidores de la Real Audiencia, de igual manera recomendaron no ejecutar esa orden real tan drástica.

Lamentablemente, el arzobispo Dávila falleció en 1604, y con él la posición de mayor peso en contra de las despoblaciones.

El gobernador Osorio decidió actuar cuanto antes y ejecutar la Real Cédula a como diera lugar. Para ello contó con la colaboración activa de Baltasar López de Castro, a quien algunos historiadores consideran tan culpable de las devastaciones como al propio Antonio Osorio.

Como era natural, el anuncio de las despoblaciones no fue bien recibido ni por la población afectada, ni por muchos comerciantes que se enriquecían con el contrabando. Algunos sacerdotes católicos de la zona, que debían velar por el buen estado espiritual y económico de sus feligreses, también opusieron resistencia al cumplimiento de la medida .

Había razones muy poderosas como la imposibilidad de trasladar miles de cabezas de ganado manso y cimarrón, y las cuantiosas pérdidas de todos los que tenían que abandonar sus propiedades.

Durante dos años se intentó buscar otras soluciones, pero finalmente predominó la voluntad de Osorio, quien estaba decidido a que, si los habitantes de los pueblos de Bayajá, la Yaguana, Monte Cristi y Puerto Plata se resistían a mudarse voluntariamente, tendrían forzosamente que trasladarse de lugar a filo de espada y punta de mosquete.  Al puerto de Bayajá, en la banda norte de la isla Española, llegaron navíos que parecían de piratas. Pero el propósito no era saquear, sino hacer negocios.

Fue así como, el 6 de febrero de 1605, el gobernador Osorio, acompañado por 150 soldados, se dirigió hacia la Banda del Norte en una gira de sangre y cuchillo para protagonizar un episodio luctuoso en la historia colonial de Santo Domingo.