Sobre la posverdad, ayer y hoy

José Mármol

El filósofo francés del poder, la genealogía neonietzscheana y la arqueología del saber, Michel Foucault (1926-1984), sostuvo en una entrevista de 1971 con M. Fontana (L’ Arc, 70), titulada Verdad y poder, lo siguiente: “El problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia, o hacer de tal suerte que su práctica científica vaya acompañada de una ideología justa.

El problema político del intelectual es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es ‘cambiar la conciencia’ de la gente o lo que tienen en la cabeza, sino cambiar el régimen político, económico, institucional de producción de la verdad”.

Se nota cómo la verdad no es algo absoluto, una esencia eterna, algo heredado en la cultura como entidad inamovible.

Al contrario, la verdad es un producto social, histórico, científico y político, que se construye y constituye al fragor de contiendas filosóficas, ideológicas, económicas y sociales temporales. Foucault vio en la política de la verdad un problema del poder, lo cual lo convierte en un precursor crítico, con Nietzsche, de la sospechosa posverdad: algo más que una noticia falsa.

En tanto que saber, la verdad es poder, y viceversa. También la mentira. Sobre esa raigambre histórica y social de la verdad, que le imprime el carácter de algo que se instituye y no que viene dado, así como sobre lo que concierne a su vulnerabilidad en términos de relaciones de poder-saber, el advenimiento al control político y su puesta en práctica como ejercicio del poder desde el Estado tenemos ejemplos muy concretos en figuras actuales como Putin, Maduro, Trump o el Brexit y algunos eslóganes del secesionismo catalán.

Han desafiado los límites de la verdad y la justicia, para impulsar una era de posverdad y posjusticia, llena de verdaderas mentiras y de imaginería, que parecen colocarnos ante la disyuntiva de tener que elegir entre democracia o posdemocracia, cuando no, entre elecciones y referendos falsarios o el respeto a las leyes establecidas por consenso o mayoría sociales.

La posverdad como recurso de legitimación del neopopulismo ha degenerado el ejercicio de la política y caricaturizado el desempeño de la función del Estado y el estado de derecho, desplazando la racionalidad por la emoción o el instinto de que es posesa una mayoría espejística y forzada en las estructuras de poder, cuando no una horda masificada y alucinada por las promesas nunca cumplidas del populismo.

La simultaneidad y aceleración de la comunicación digital y la revolución tecnológica nos evidencian, con solo dar un golpe de ojo a la prensa global, que estamos padeciendo una crisis de gobernabilidad, que el mundo se encamina hacia una bancarrota de la autoridad y del sistema de representación, que exhibe una democracia cada vez más carente de contenido y maleable en su esencia, lo cual es sumamente riesgoso para la estabilidad y la paz mundiales.

Enzio Mauro (2017) advierte que en el neopopulismo del siglo XXI la energía política residual de democracias extenuadas parece haber encontrado un refugio, haciendo de las auténticas fuerzas de la sociedad una especie de reserva y de la justicia y las leyes una suerte de ilusión, traducida a ajustes de cuentas perpetrados por el abuso del poder y la masiva difusión de mentiras factuales.

En palabras de Jordi Gracia (2017), la posverdad, terror y mea culpa de las élites intelectuales actuales, ni es mentira ni es inocente, pero tampoco es toda la verdad. Su eficacia comunicativa y narcótica se debe al efecto de toxicidad o viralidad global generado por la orgía informativa de las redes sociales.