Los 92 años más breves en la vida

Los 92 años más breves en la vida

Los 92 años más breves en la vida

José Mármol

El tiempo es pura forma; un dejo, tal vez, de intocable intuición sensible. Su certeza estriba en que con él medimos alegrías y desgracias, glorias y derrotas, distancias y cercanías, vida y muerte. Vivir 92 años es mucho vivir.

Significa haber tenido la dicha de dar y recibir, en una dilatada trayectoria, que habría de abarcar alegrías y tristezas, sueños y realizaciones, esperanzas y temores.

Ahora bien, cuando se trata de medir el amor y la entrega de una madre a su familia; cuando lo que se mide es el profundo valor de la humildad, la solidaridad como deber ante el otro, el desprendimiento; cuando esa abstracción, llamada tiempo, lo que procura es atar a un redil lo inconmensurable de la abnegación materna y la poderosa unción, que al paso por la vida imprimen la certeza de lo esperable y la convicción de lo que todavía no llega ni se ve -como sentido único de la auténtica fe en el Altísimo-, entonces, 92 años es un tiempo demasiado breve.

Mi madre, Antonia, alcanzó los 92 años de edad. Una vida prolongada, sí, y pródiga en el don del amor y en la pasión por servir al prójimo, tanto, como quererse a uno mismo, en la dimensión más honda de esa expresión. Una vida cimentada en los valores cristianos; esa fe católica que hoy día el papa Francisco reclama para que lleven las bridas de este mundo contrariado y de un ser humano extraviado en su propio designio y sin atisbos siquiera de identidad y consuelo.

Una vida sin exabruptos, la de mi madre, marcada por la sencillez, la nobleza y la entrega.

Una vida de ir y volver del trabajo secretarial en el Tribunal de Tierras de La Vega, donde mi niñez empezó a descubrirla, conocerla, admirarla y amarla. Una vida adornada con interés por las artes, la poesía, el bolero, buenos libros.

Tengo muchas y poderosas razones, muy íntimas y tiernas, quizás, para contrarrestar la lógica del tiempo y expresar hoy, contemplándola hermosa, como siempre, en el inicio de su prometido y resignado viaje al eterno, que 92 años han sido un tiempo demasiado corto.

Colmada de la experiencia que cultivó en ella su viaje por la vida, con demasiadas riquezas de espíritu y dignidad, ella nos fue dando cada día más de sí misma, más de su fe y fortaleza, más de su bondad y templanza, más de su desprendimiento absoluto; nos fue dando más de su cariño, su alegre parsimonia, su amoroso silencio, su ética cristiana, y los fue repartiendo, como pequeñitos dones, a las distintas generaciones de la familia.

La de mi padre y la suya fueron sabidurías tan hermosas y simples, que solo procuraron en nosotros convertirnos en mujeres y hombres, jóvenes y niños íntegros, respetuosos, solidarios, afectuosos y portaestandartes del inconmensurable valor de la unidad familiar.

Si debo resignarme a que el inmenso amor brotado de ti ha muerto, entonces, madre, 92 años ha sido un tiempo harto breve para reconocerle su justo valor. Yo presiento, en medio del dolor, que precisaría de siglos para devolverte apenas una parte del legado de fraternidad y cariño que tu inmenso corazón supo entregar.

Te recordaré, madre adorada, en cada amanecer, a las cinco en punto, no porque haya sido esa la hora en que dejaste resbalar tu último suspiro, sino, porque serás para nosotros el más luminoso e imperecedero ejemplo de entereza, humildad y fe esperanzadora.

Déjame, madre, en tu descanso eterno, una última enseñanza, y muéstrame, con tu apacible mirada, cómo encontrar la senda de la serenidad, si ya no podré más refugiarme en tu sanador regazo.



Etiquetas