En un encuentro al que asistí en Jarabacoa, donde siempre es primavera, se habló de una mujer llamada “La solitaria de Amherst”, la norteamericana Emily Dickinson, a quien un amor imposible la llevó a retirarse de la vida pública, a la soledad y el silencio de su mansión, donde pasó recluida la mayor parte de su vida.

La recuerdo porque he conocido experiencias de personas que arruinan su existencia o detienen su desarrollo personal por algún hecho ocurrido. Emily logró transformar su sufrimiento y dolor sin afectar su salud física y mental, desarrolló una gran sensibilidad interior y en la poesía expresó sus sentimientos y percepción del mundo. 

Escribió 1775 poemas en los que plasmó las vivencias de su amor humano y la llama del amor divino con una sensibilidad espiritual mística.

Ella canalizó en la poesía el sentido de la belleza y el misterio de lo trascendente. Su obra permaneció inédita y oculta hasta que Lavinia Dickinson, su hermana, después de su muerte fue su descubridora, primera compiladora y editora.

Ojalá sea posible poder transmutar nuestras tristezas, dolencias y penas para convertirlas en algo bello, productivo, que llegue a los demás, logre tocar los sentimientos de quien observe o lea y al mismo tiempo nuestro dolor se convierta en estímulo creativo que energice nuestro vivir.

Emily Dickinson es una muestra de cómo el dolor y el sufrimiento puede ser convertido en una creación artística. La frustración de su amor la transformó en poesía, el sentimiento físico de amor que la embargó tuvo el don de transmutarlo en una demanda espiritual, interior, que consiguió satisfacerla sin caer derrotada y sucumbir ante la tristeza del amor frustrado.

Al leerla se disfruta una profunda sensibilidad en su poemas logrados por el doloroso hecho que se produjo en su vivir.

Aunque la historia de nuestras vidas siempre posee complejidades únicas, de las experiencias ajenas podemos aprender y adaptar algún detalle que nos permita aligerar la carga de las complicaciones que enfrentamos en el día a día.