Estado Delincuente Fracasado

Estado Delincuente Fracasado

Estado Delincuente Fracasado

El Estado moderno obtiene su legitimidad en la legalidad. Su poder descansa en el derecho, que no es más que la cesión, por parte de los ciudadanos, de una parte de la libertad individual en aras de la convivencia colectiva.

El Estado, además de velar porque todos los ciudadanos se sometan a las leyes vigentes que obligan a todos a tener murallas para no transigir el derecho de los demás, obtiene su autoridad moral en la sujeción propia a las formalidades a que obligan sus leyes, incluso frente a sus enemigos.

J. M. Coetzee, el sudafricano que ostenta el premio Nobel de literatura, ha evidenciado que el mito hobbesiano sobre los orígenes del Estado como un acuerdo entre los ciudadanos para librarse de la arbitrariedad de la violencia individual o grupal, depositando en un ente colectivo todas las prerrogativas del uso de la fuerza, tiene su límite en la ley, pero parece haber alcanzado un ámbito ilimitado en la política real, en la dualidad moral de la “razón de estado”, anclada en un neomaquiavelismo que propone, que “infringir la ley moral” del Estado “está justificado cuando es necesario”.

En el nuestro, como en muchos otros estados, el problema es que la facultad de decidir  “cuándo es necesario que el estado infrinja su propia legalidad”, otorga un amplio margen de discrecionalidad a quienes detentan el poder y sirve de sostén a una extensa gama de acciones extrajudiciales que, a todas luces, convierten al ente político más perfeccionado en un actor delincuencial.

Aunque toda la historia del Estado moderno recoge innúmeras violaciones a su propia legalidad, nunca antes habían estado más legitimadas bajo la “omnipresencia de los miedos”, como ha denominado el sociólogo polaco Zygmunt Bauman a esta etapa histórica (o histérica), en que se le observa ido de bruces ante el fracaso de lo social, “…obligado a desplazar el énfasis de la “protección” desde los peligros para la seguridad social hacia los peligros para la seguridad personal…”, amenazada por una creciente ola delincuencial, entre otros flagelos.

Nuestro Estado, que es cada vez más circo que pan, se esfuerza “en hacernos llevadero el vivir con miedo”, exagerando los peligros y transformando en espectáculos las medidas represivas, la mayoría de las veces tan delincuenciales como las que dice enfrentar, puesto que “…los consumidores que hay que producir para el consumo de productos “contra el miedo” tienen que estar atemorizados y asustados, al tiempo que esperanzados de que los peligros que tanto temen puedan ser forzados a retirarse…”

No obstante a recurrir a la difusa pero aplastante “razón de estado” para legitimar abusos de toda clase, los peligros crecen y las políticas enfocadas en los síntomas no tienen resultados. Quizás sea hora de valerse de la misma “razón de Estado” para reorientar las políticas públicas hacia los factores causales, aunque impliquen una carrera a largo plazo.

 La única salida posible del pantano delincuencial en que nos encontramos es construir la equidad e igualdad de oportunidades, actuando bajo reglas morales y legales que sean cumplidas, en primer lugar, por el actor colectivo llamado a verificar su cumplimiento por los actores individuales.

 

*El autor es sociólgo. Profesor de la UASD y uno de los principales voceros del Foro Social Alternativo.



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