Discordancias y rugidos

Discordancias y rugidos

Discordancias y rugidos

José Mármol

A las cinco de la mañana, entre el silencio de los árboles y la impertinencia ruidosa de algunos motoconchos, el día empieza a pespuntear sus presagios citadinos.

El mar, un plateado espectáculo de serenidad. Mientras cavilo, un habitante del bestiario me pregunta acerca del valor de la verdad.

Le respondo: la verdad es siempre incómoda; se diga en el paraíso o se diga en el infierno. Se la abomina, horroriza, sataniza y desacredita, cuando no es complaciente, especialmente, para aquellos que se han lucrado y aprovechado de vilipendiarla, mancillarla, mercadearla y, en tantas ocasiones de la historia, la han encerrado en húmedos claustros de demagogia, populismo, latrocinio y arrogancia.

La verdad presagia el abismo y escucha impasible los lastimeros aullidos y quejidos de quienes, cándidos o soberbios, creyeron eterno e inamovible el encanto fáustico del poder.

La borrachera de dominio y la orgía del dinero les hicieron olvidar, para su desgracia, la infalible certeza del arribo inexorable de lo transitorio. Nada, sobre la faz de la tierra, dura más que el brillo fugaz de la transitoriedad. Somos, definitivamente, seres en tránsito, en un mundo transitorio.

A las cinco y cuarto la luz se despereza un poco más. Todavía es gris el alba. Ruedo la ventana de cristal y una brisa fresca, aunque agosto campea por sus fueros, me trae el canto de los pájaros y el guiño de una yola echada a la mar, en procura de pescados que se ofrezcan al sustento.

Un paseante solitario, con ropa deportiva y ánimo de vencedor me pregunta sobre el significado del poder.

¿El poder? Si se usa para servir a los demás, y sobre todo, a los más desdichados de la sociedad, el poder es, entonces, digno de gloria, de reconocimiento y memoria.

Pero, si se usa para servirse a sí mismo y a sus acólitos, sacrificando, hasta la desesperanza, al prójimo, entonces, el poder degenera en dominio, cerrazón, podredumbre y paranoia histórica. Su imagen, otrora esplendorosa y dulce, se torna vergonzosa y amarga.

El desprestigio y el olvido se cernirán sobre quien se regodeó con los efectos alucinógenos del abuso de poder. La misión esencial del poder, ostentado por una persona o un grupo de ellas, es servir a quienes lo delegan, con equidad, respeto a las leyes y devoción por los derechos humanos fundamentales.

Si el poder, negándose a sí mismo, se degrada en dominio, estaría dando lugar a su propia degeneración. Canjearía el respeto a su honra por su representación ridícula y circense.

El poder también está inscrito en el orbe de la transitoriedad. Aunque los que hoy poderosos no lo crean.
A las cinco y tres cuartos la luz deja de lado su timidez y se eleva señorial sobre el horizonte marino, las copas de los árboles y los techos de casas y edificios, en cuya madeja de sombras, aromas y bullicio, la ciudad empieza a mitigar su somnolencia.

Desesperado, insistente se va agrandando en mis oídos el grito de una ambulancia, hasta sentirla cruzar cerca de mi buhardilla, por la calle mojada y periódicos cubiertos de plástico, en espera de lectores que liberen sus portadas.

La muerte, me digo, es la vida misma en estado de furia, y los medios la celebran a todas las columnas y colores posibles. La violencia corroe los cimientos de la vida moderna. Desafía a cada instante la templanza de espíritu de los hombres y mujeres de bien.

La violencia, que se nutre de la sangre derramada, constituye un radical atentado contra el estado actual de civilización. ¡Es un nuevo día! Luchemos, sin fatiga, por la esperanza.



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