Trampas y espejismos de la migración

Trampas y espejismos de la migración

Trampas y espejismos de la migración

Alex Ferreras

La historia de la emigración tiene el mismo rostro donde quiera.

Una gran parte de su imagen la han fabricado los medios de comunicación y las películas hollywoodenses, en la que presentan una realidad ficticia para que la gente, especialmente los jóvenes, la tomen como verdadera: autos de lujo, grandes yates y mansiones, ganancias fáciles por medio de las drogas, el logro de la fama en las mujeres con tan solo mostrar sus senos o traseros a las cámaras, y demás.

El grueso de los jóvenes, sin la más mínima base cultural o preparación de ninguna clase, decide marcharse para alcanzar ese paraíso material que supuestamente nunca podrían alcanzar en su propio país. 

Sin pecar de conformista, sí de realista, en cambio, la mala vida se mantiene dondequiera, hasta en medio de un desierto, y no es necesario, pues, aventurarse para llegar a Nueva York, a Madrid, a Roma o a cualquier otra de las grandes metrópolis.

En un estudio que se hizo hace poco entre los jóvenes africanos que trataban de llegar a España, es justamente esa la realidad que salió a relucir.

Y de seguro que detrás de todos esos niños centroamericanos que se dirigen a los Estados Unidos y que ahora las autoridades estadounidenses no saben qué hacer con ellos, es la misma perspectiva distorsionada de las cosas lo que prevalece.

Los presuntos defensores de los derechos humanos lloran ríos de lágrimas al respecto, pero nunca atacan la raíz del problema, que es el sistema económico y político injusto al que seguramente respaldan cien por ciento.

Me pregunto si una madre o un padre o un abuelo que pagó seis mil dólares para que el hijo, la hija o el nieto emprendiera una odisea de Centroamérica a la frontera con los Estados Unidos, no debería ir preso por tamaña irresponsabilidad.

Lo mismo una madre que se embarca en una yola desde la República Dominicana hacia Puerto Rico con una criatura solo de pocos meses a rastras o embarazada.

¿Acaso no es eso abuso de menores y hasta infanticidio? Pero los santurrones de los derechos humanos nunca abren su boca al respecto y solo hacen ruido y hablan de leyes injustas.

Me acuerdo que cuando empezó la fiebre de las yolas en el decenio de los ochenta en nuestro país les decía en ese entonces a muchos de mis compañeros estudiantes que soñaban con irse que de esa forma no resolverían nada; que lo que había que hacer era luchar en nuestra propia patria para que las cosas cambiaran de veras. Pero ese espejismo es demasiado poderoso para verlo exactamente como lo que es.

Conozco el caso de un querido amigo italiano que me decía que en su pueblo los que emigraron después de la Segunda Guerra Mundial, aunque muchas veces lograran empezar una nueva vida en el extranjero, al final terminaron como los perdedores.

Su padre se lo llevó a los Estados Unidos, lo que le produjo un choque cultural y emotivo del cual todavía no ha podido reponerse, ni creo que lo haga nunca; sin embargo, sus primos que se quedaron en Italia terminaron como parte de la aristocracia del pueblo.

Los que se fueron simplemente les dejaron el espacio libre a los que se quedaron, y estos lo aprovecharon para mejorar su situación sin tener que sufrir los vejámenes de la emigración.

El gran problema detrás del fenómeno migratorio en los países son sus clases poderosas, a las cuales hay que sensibilizar para que distribuyan mejor la riqueza y no se atrincheren fácilmente en sus privilegios de casta.

No en vano Juan Pablo II les echó en cara su “capitalismo salvaje”. Y así otros pontífices han seguido insistiendo en la necesidad de un mundo más humano; con la diferencia, ciertamente, que no basta con concentrarse en denunciar el problema, sino pasar a otro plano para solucionarlo.



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