Este agrio pan nuestro de cada día...

Este agrio pan nuestro de cada día…

Este agrio pan nuestro de cada día…

Roberto Marcallé Abreu

Uno imagina las cuatro paredes, la pobreza, el sufrimiento. Esta señora apenas tiene cincuenta y tantos años.

Se sabe aquejada por un mal horrible que la hunde en la depresión, ella sabe lo que es un dolor que estremece hasta lo inimaginable. Las víctimas se cuentan por millones. Y su sola mención hace temblar al más osado.

Con esta señora de rostro angustiado y cabellos blancos, me viene a la memoria aquel amigo abogado identificable por su contagiosa alegría y su eterna sonrisa. Se cuidaba. Cada año viajaba a un hospital Miami para una rigurosa ronda de revisiones.

Puede que en algún momento sintiera un malestar y decidió visitar una doctora amiga. La doctora, preciso es decirlo, era de formación estadounidense.

En Estados Unidos los galenos acostumbran a confesar la verdad sin subterfugios a sus pacientes.

“Querido amigo”, le dijo la mujer con rostro apenado, “ procure arreglar sus asuntos antes de seis meses. Es el tiempo que le queda”.

El amigo salió del consultorio con una expresión devastadora en el rostro. Alcanzó su casa. Vivía en las proximidades, se acomodó en una mecedora que daba a un extenso jardín de rosas y flores, cuyo aroma endulzaba sus mañanas. Rehusó explicar a sus parientes su raro cambio de actitud.

Estos sí notaron que aquel hombre entusiasta y alegre sufrió una transformación desconcertante. Se volvió silencioso y apático. Dejó de reír. En apenas unos días su rostro empezó a transformarse.

Apenas probaba la comida y sus horas transcurrían y lo hallaban distante, aferrado a su mecedora, mirando hacia la nada.

Dejadez, ausencia y absoluta apatía. Parecía dormir o descansar, pero, cuando se percataron, en realidad estaba muerto.

El destino de esta señora con la que iniciamos esta historia es tan sobrecogedor que, al recordarla, lágrimas sin control les brotan a mares de los ojos a cualquier persona sensible.
Es así como la imagino: Una solitaria y desprotegida casita.

Una habitación de pobreza. Los terribles, espantosos, insoportables dolores para los cuales casi nunca se tiene ni el dinero ni el consuelo.

En una hora cualquiera de la mañana esta dama se levantó dificultosamente de su camastro. Caminó a un lugar cercano y retornó en breve.

Cargaba un galón de gasolina. Pensar en esa pobre mujer, agobiada por la desesperanza, por un mal incurable, destrozada por una depresión mortal, rociándose el ardiente combustible en todo su cuerpo es inimaginable. Y luego, el fuego, los gritos…

Cuando uno lee los periódicos, ve la televisión o escucha las noticias se comprende en lo que nos hemos transformado y en lo que nos han transformado.

Cierto, nunca profesamos cierto tipo de santidad porque la maldad anida en cualquier lugar.

Solo que este horror ocurre todos y cada uno de los días y es como para estremecerse pensar en que nunca volveremos a ser lo que una vez fuimos.

Un padre que viola a su propio hijo, otro a sus hijas. Una inocua discusión que termina con un asesinato a balazos. Mujeres muertas a tiros, puñaladas y machetazos. Niños abandonados.

Un oficial mata a una joven venezolana y dizque no se pueden obtener unos dólares para darle cristiana sepultura en la tierra que la vio nacer.

Hemos dejado de ser lo que una vez fuimos. Este pedazo de tierra nunca fue un paraíso, pero al menos había sonrisas, amor real, vecindad, respeto, solidaridad, silencio. El aire puro de las mañanas nos pertenecía a todos.

Ahora, cada mañana despertamos en un infierno donde nos asfixia la violencia, la crueldad, el dolor y la sangre. Porque ahora, ese es nuestro agrio pan de cada día… (…)



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