El honorable señor senador

El honorable señor senador

El honorable señor senador

No estaba mal. La idea que se le acaba de ocurrir era increíble. Estaba eufórico porque podría sentir todo en carne viva, estar consciente y disfrutar a plenitud esa gran experiencia.

En su agenda electrónica del Ipad marcó el día escogido para ejecutar el plan.

Una semana antes haría los trámites necesarios. Primero compraría un féretro de lujo, hecho en caoba, con acolchado de primera. En ese orden, luego, rentaría una carroza funeraria. El chofer iría vestido de traje formal, corbata negra de seda, impecable; guantes blancos y un quepis de visera, a juego con el traje y que represente con elegancia y fidelidad su oficio. Ese detalle era muy importante y cerraría con broche de oro el plan concebido.

¿En qué plan estaba pensando? Ya se hacía tarde y tenía que estar presente en una reunión importante; así que terminó de peinarse delante del espejo de la habitación y se marchó.

En el vehículo dio instrucciones al chofer y, de inmediato, se entregó a repasar los pormenores de la idea durante el trayecto.

El plan consistía en una actividad que decidió mantener en absoluto secreto. En su condición de honorable senador de la República había pensado en hacer un recorrido en su ataúd, con coronas de flores incluso, por todos los lugares que se estila si estuviera muerto. O sea, como cadáver en condición de recibir los honores de Estado. Esta vez, ya que está vivo, sería un simple simulacro. Naturalmente, los discursos y el panegírico oficial quedarían fuera. El recorrido del coche fúnebre se haría sin séquito, bajo absoluta discreción, pero despacio, como si todo fuera real. Los guardaespaldas a su servicio, y con apego a la lógica, no encajarían en el plan concebido.

En su mente tenía cada detalle calculado. Y, sobre todo, lo que haría en las principales paradas oficiales. La primera, en el Senado de la República, la segunda en el Altar de la Patria, luego, rumbo a la sede nacional de la organización y el monumento a fray Antón de Montesinos.

A la hora de escoger el quinto lugar entró en consideraciones de orden muy personal. Evaluaba si pasar primero por su acogedora oficina senatorial o por la Fundación que lleva su nombre, donde despacha recetas de salud y entrega a madres solteras una canasta con arroz, aceite, leche y una variedad de enlatados. Evaluó incluir en el recorrido el colegio electoral, allí, el que aloja la mesa donde depositó el primer voto como candidato a senador. Y de inmediato pensó que no estaría mal hacer una parada frente a la casa de la anciana de sonrisa dulce con la que se hizo la foto de promoción política que salió publicada en todos los periódicos, ambos fundidos en un efusivo abrazo. No dejaría de hacer un recorrido amplio por el barrio de basurales y cañadas hediondas que creyó en él y con su apoyo abrió la puerta a su reelección sucesiva.

La idea iba creciendo con los días.

En la sesión, justo cuando el honorable presidente del Senado llamó a levantar la mano para aprobar un préstamo oneroso, concesiones a largo plazo de mineras, asesinas del medio ambiente, y declarar libre de impuestos la importación de yates, botes de vela y otras embarcaciones de lujo, pensó en agregar una parada técnica, pero breve, frente a ese solar baldío donde congregó a sus seguidores y que sirvió como tribuna para su primer discurso político. No recuerda cuántas promesas absurdas hizo. Al final hubo «hurras», «vivas» y una ola de «bravo, bravo», que confundidos con una salva de aplausos animada por su carismático director de campaña y que él respondió con ambas manos levantadas, abiertos los dedos índice y mayor, marcando una V de victoria. En su rostro mantuvo, de manera permanente, una gran sonrisa de satisfacción. Eso recuerda. Cuando el carro fúnebre esté frente al solar —ocupado ahora por jugadores de dominó, bebedores de cerveza y un gallo detrás de tres gallinas—, ¿podría incorporarse, sacar la mano del ataúd y decir adiós? No. Eso era algo absurdo, una mala idea y la descartó de inmediato. Tenía que ser cauto y controlar las emociones.

El día llegó. Todo marchaba de acuerdo al plan concebido por el honorable senador, salvo un ajuste hecho a última hora. La esposa, tan pronto descubrió el plan, insistió en acompañarlo y él se negó rotundamente. Entre ellos hubo una agria discusión. Ella insistió. No pudo persuadirla y, finalmente, con la sangre hirviéndole, aceptó.

El senador, sin ayuda y despacio, entró al vehículo y ocupó su lugar en el féretro.

La mujer, imperturbable, iba vestida de luto, elegante, silenciosa, apenas respiraba sentada en el asiento del pasajero.

El fastuoso plan del honorable senador arrancó.

El vehículo avanza despacio por las primeras calles concebidas para el recorrido.

Un perro se va detrás del vehículo ladrándole a los neumáticos. Se devolvió en un punto de la calle, cuando la persecución perdió importancia.

El tráfico estaba despejado. Los transeúntes se detenían a mirar de manera sombría el paso de la carroza, sola, a marcha moderada, sin el séquito ordinario de siempre. Muy extraño e irreal resultaba a la vista de los curiosos. Sin cortejo, pensaban, el difunto iba inquieto, hablando solo y echando maldiciones en el ataúd.

La mujer informa al senador, de tanto en tanto, las novedades del recorrido por las calles y la reacción de la gente. Una señora se persignó; dos mujeres, compungidas, se abrazaron, un anciano dio la espalda, desentendido; y otros, condescendientes, bajaban la mirada al paso de la carroza.

Ahora atravesaba una avenida principal y la mujer avisó que se dirigían a la sede nacional del partido. Segundo destino del recorrido. Y volvió a repetirlo, levantando la voz. No escuchó la aprobación de su esposo. Insistió. Nada. Algo andaba mal.

En una calle de poco tráfico hizo que el chofer detuviera la carroza. Y ella misma abrió la portezuela trasera del vehículo.

El rostro del senador se veía diferente. Estaba inmóvil, solemne, silencioso.

La mujer, con el rostro desencajado, tiró la portezuela y volvió al vehículo. Apenas miró al chofer.

Una voz trémula dio la orden.

El carro fúnebre se devolvió. Había que empezar de nuevo el recorrido.

El presidente de la República está informado. «La patria perdió un gran colaborador», dijo ante la comisión que llevó la infausta noticia. Y, sin transición, preguntó: «¿Ya tenemos el sustituto?» Entre los presentes hubo un cruce de miradas.

El sistema de protocolo del Senado recibió instrucciones muy puntuales y entró de inmediato en acción.

La primera parada, con los restos mortales del insigne senador sería en el Congreso Nacional. A la vista: un derroche de coronas fúnebres de distintos partidos, la gloriosa bandera de la nación sobre el ataúd. En su lugar, la silenciosa guardia rotativa de honor; y, finalmente, la viuda compungida, consolada por el pelotón de senadores y funcionarios de primer orden. El un ala del salón espera la artillería de oradores, atentos para enaltecer al honorable difunto con los correspondientes discursos de estilo.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.

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