Callar y escuchar

Callar y escuchar

Callar y escuchar

Nassef Perdomo Cordero, abogado.

Poder decir lo que se piensa es elemento básico de cualquier democracia. La libre circulación de ideas y opiniones permite el gran foro de opinión pública que es la savia de ese proceso.

Pero no es suficiente por sí solo para cumplir su papel. Porque de nada sirve que todos hablemos si nadie escucha.

En estas condiciones no se cumple una de las razones de ser de la capacidad de hablar: que nuestras ideas sean ponderadas por los demás. En pocas palabras, para que exista diálogo todos deben hablar y escuchar.

Mas detenerse a escuchar no es tampoco la única razón por la que a veces es necesario callar.

También sirve para evaluar -y reevaluar- las opiniones propias, para observar los hechos y adaptar estas opiniones si se demuestran erradas. Si bien todos tenemos la prerrogativa de opinar y expresarnos, no quiere ello decir que todas las opiniones tengan igual validez.

Incluso cuando terminan siendo erradas, las que son fruto de la reflexión son más importantes para el diálogo democrático.

El impulso de decir todo lo que se piensa desde que asoman las ideas a nuestra cabeza es comprensible como mecanismo de desahogo emocional, pero poco más. Por definición, hablar sin pensar trae consecuencias imprevistas. Y no es que esto no juegue su papel -después de todo, una de las fortalezas de la democracia es que permite hacer catarsis pacíficamente- sino que no puede ser la razón única o abrumadora del debate público.

Cuando todos hablamos a la vez e impulsivamente no hay debate, no hay ponderación de ideas ajenas ni capacidad de responder a los problemas y conflictos que estamos llamados a resolver. Sí hay afirmación del yo, pero esta es una base insuficiente para construir un proyecto común.

El silencio, tenido por muchos como señal infalible de culpas ajenas, tiene numerosas causas y beneficios. Aunque no lo queramos, es la necesaria otra cara de la moneda del debate público.



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