¡ Y qué...!

¡ Y qué…!

¡ Y qué…!

Rafael Chaljub Mejìa

Por más que uno haya visto en más de cincuenta y cinco años de militancia política y casi setenta y cinco de vida, no deja de sentirse desconcertado con las cosas que ocurren en nuestro país.

Hechos: en una reunión del más alto nivel del gobierno, en presencia del señor Presidente, con anuencia del mismo Presidente, un funcionario del más cercano entorno del mismísimo Presidente, dijo lo que todos sabemos sobre la declaración jurada de bienes de los funcionarios públicos, con plazo fijo y amenazas de castigo expresas, para quien no cumpliera con ese deber público.

Por las circunstancias en que se produjo, por la gravedad con que fue pronunciada y especialmente por estar envuelta en ella la presencia y la autoridad del jefe del Estado, se suponía que aquella demanda tenía un carácter solemne.

La autoridad del gobierno y principalmente la del primer mandatario quedaba públicamente empeñada.
Pero se cumplió el plazo perentorio y solo algunos funcionarios cumplieron con la exigencia.

La sanción esperada no llegó y cuando el jefe del Estado fue abordado acerca de aquel desacato a su autoridad y al mandato mismo de la ley, la respuesta no pudo ser más extraña. Es posible que muchos de esos funcionarios ni sepan que esa ley existe, dijo el Presidente, pasándole la mano con guante de terciopelo a los faltadores.

¿Y cómo es esto? Si como dice una vieja máxima jurídica, se reputa que todo ciudadano conoce la ley. Si este asunto de la exigencia de la declaración de bienes de los funcionarios se divulgó por todos los medios de comunicación de estos tiempos y quien pisoteó la ley lo hizo a conciencia de que desafiaba la opinión de los ciudadanos y la autoridad y el crédito público del mismo gobierno.

Y por si algo más faltaba, el gobernador de una provincia del este le puso la tapa al pomo.

“Yo no he cumplido con el mandato de la ley, ignoré la demanda y la amenaza del gobierno, irrespeté la autoridad del mismo Presidente: ¡y qué?”, remató el gobernador con inadmisible altanería.

Y como desde arriba es que se educa en lo bueno y en lo malo, después de esta tormentosa y abrumadora experiencia, no vale la pena pedirle a nadie que respete la ley, porque siempre tendrá a mano la excusa de que no la conocía.



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