La violencia y su bárbara razón

La violencia y su bárbara razón

La violencia y su bárbara razón

José Mármol

El verso del inmenso poeta griego Constantino Cavafis (1863-1933) que reza “Recuerda cuerpo” sintetiza la tesis de Michel Foucault acerca del cuerpo como espacio de inscripción de las relaciones de poder; además, como registro incontrovertible del ejercicio del castigo, la vigilancia y el control sobre los individuos en la sociedad.

El filósofo francés, que se había licenciado en sicología, para luego convertirse en uno de los pensadores más influyentes del pasado siglo, entendió el poder desde una óptica hoy día superada: el Panóptico como metáfora culminante del poder del vigilante invisible, pero que, ubicado céntricamente, lo veía todo.

El poder actual es ejercido desde todas partes, por múltiples vigilantes, y algo más: quienes vigilan son también vigilados por la colectividad.

El control del cuerpo por parte de la condición posmoderna es una forma de violencia que lleva implícitas relaciones de poder y técnicas de saber.

La modernidad ha hecho de la autonomía del cuerpo, presunta conquista de la civilización contra la barbarie, una ficción, que opera mediante mecanismos de autocontrol emanados de la educación formal, capaces de sustituir la necesidad de mecanismos externos.

Hoy tememos a la cercanía del otro; vivimos entre extranjeros; la convivencia es difusa, contingente y puede dar al traste con las normas sociales.

El supuesto carácter no violento de la civilización moderna no es otra cosa que una fantasía. El terrorismo y la violencia social dejan ver con claridad que la propia civilización no tiene capacidad para garantizar, como sugiere Bauman, un uso moral de los terroríficos poderes que ella había creado.

Al igual que el capitalismo nació con su autonegación, con su fuerza interior autodestructiva encarnada en la clase obrera, la modernidad sólida y pesada fue desarrollando, desde su propia génesis, la fuerza que la desestabilizaría, ahora encarnada en la posmodernidad fluida, líquida, leve.

Lo que nos pareció durante un tiempo normal o estándar, hoy día nos resulta patológicamente preocupante, riesgoso, incierto, temeroso.

La posmodernidad exhibe un peligroso proceso de barbarización de la política, la economía (Su Santidaad Juan Pablo II definió como “salvaje” el modelo económico), la vida cotidiana, la cultura, la familia, la relación de parejas y la interacción humana.

La modernidad fue capaz de pensarse a sí misma, en cuanto que sociedad y cultura. De ahí que pueda ser definida como la época, o la forma de vida, en la que construir el orden social, la cultura y el Estado consistió en el desmantelamiento del orden tradicional, heredado y aceptado. Por eso nos vemos en la necesidad o en la tarea de empezar de nuevo repetidamente.

La identidad es parte de esa herencia que el orden tradicional endilga a la individualidad de los sujetos. Dentro de las promesas del proyecto moderno figuraba la de liberar al individuo de esa identidad heredada.

Pero, al fragor de los nuevos tiempos, en la posmodernidad o modernidad líquida, esa identidad pasa de ser heredada a ser construida, a convertirse en una conquista de los individuos, lograda paso a paso, planificada y sistemáticamente.

A pesar de que controlar los instintos violentos, dar seguridad al cuerpo, en su integridad, y a la vida, así como construir una identidad subjetiva o colectiva con claros atributos y duradera en el tiempo parece una tarea prácticamente imposible en la modernidad líquida actual, lo cierto es que la reserva humanística en el pensamiento y en la moral perseveran en lograr un orden social fiable, duradero, estable y que respete la vida.

El mal y el crimen seguirán siendo banales, a pesar de su dramática eficacia. El cuerpo recordará y la vida continuará.



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