¡Mira, muchacho!

¡Mira, muchacho!

¡Mira, muchacho!

Al pensar en cualquier de los grandes hombres y mujeres de la Historia, solemos recordarlos en los momentos más cruciales de su existencia, como si durante toda su vida no hubieran sido de  otra manera.

Así, a Napoleón lo pensamos siempre con su mano debajo del chaleco, a Einstein con su cabello desordenado, a Colón señalando con el dedo la tierra descubierta y a Juana de Arco quemándose en la hoguera, para citar solo algunos casos.

Pocas veces recordamos que todos, absolutamente todos, también fueron niños una vez, y que como tales, seguramente fueron regañados por sus padres a causa de sus travesuras.

Como crónica no recoge ninguno de esos momentos sin transcendencia en la niñez de los grandes personajes, vamos a tomarnos la libertad de imaginar algunos boches históricos, de sus respectivas mamás:

A David: “¡Te he dicho que no juegues dentro de la casa con ese tirapiedras! ¡Vete al arpa, que muy caras salen esas clases de música!”

A Abraham: “¡Deja ya de estar dando vueltas en el patio y mirando al cielo, como si estuvieras esperando que te hablen desde allá arriba, y ven a tomarte tu sopa!”

A Caín: “¡Deja tranquilo a tu hermano y no lo embromes tanto! Un día lo vas a matar!”

A Noé: “¡No, no, no!  ¡Aquí no me traigas más animales! ¡Que muchacho éste!”

A Judas: “¡Estuviste registrando mi monedero otra vez!”

Y el regaño número uno de las madres bíblicas: “¡Jesús! ¿Y que te pasa a ti? ¿Tu te crees  que eres hijo de Dios, o algo así?”



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