Mujer, Iglesia y cambio social

Mujer, Iglesia y cambio social

Mujer, Iglesia y cambio social

En el Mensaje Final del Concilio Vaticano II, citado posteriormente por Juan Pablo II en su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, se señala: “Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga”. El texto es maravilloso. Primero refleja una mentalidad avanzada incluso en su momento. La sociedad cambia y cada nuevo estadio implica transformaciones en las formas de existir, de organizarse y de asumir los roles sociales, lo que los padres conciliares reconocen como “mutación tan profunda”. Y al referirse a los nuevos roles de la mujer reconoce que tales hechos no habían ocurrido antes. Pero la afirmación es de urgencia: “Llega la hora, ha llegado la hora…”.

Las posturas misogínicas de algunos líderes cristianos, de todas las denominaciones, al igual que sus discursos racistas y xenófobos, no guardan parentela con Jesucristo tal como aparecen sus dichos y obras en los Evangelios. En la misma  Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, en sus conclusiones, Juan Pablo II señala: “Si conocieras el don de Dios” (Jn 4, 10), dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima que Cristo tiene por la dignidad de la mujer y por la vocación que le permite tomar parte en su misión mesiánica”. Para que lo ubiquemos en el tiempo presente, para un judío como Jesús, una mujer samaritana equivaldría a una mujer haitiana para un dominicano. No existe en los Evangelios ninguna evidencia que presente a Jesús como un moralista fariseo, un misógino, alguien que odiara a los extranjeros y muchos menos despreciara a hombres o mujeres por su raza. En el Evangelio los pobres son protagonistas, los marginados son ensalzados, las mujeres son aceptadas libremente y el amor y la misericordia son la guía de conducta de nuestro Redentor.

Y Juan Pablo II expresa gratitud a nombre de la Iglesia: “La Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable”. Nada de subordinación, nada de marginación, nada de condena, las mujeres son reconocidas con las mismas responsabilidades que el hombre “por el destino de la humanidad”.

Esa fresca y libre visión del Evangelio y el Magisterio de la Iglesia es muchas veces ocultada por las actitudes de laicos, religiosos y clérigos que obedeciendo a sus prejuicios misogínicos, olvidando la Nueva Buena, condenan a las mujeres por buscar su sitio en sociedad, no sin errores, como los cometidos por los mismos hombres. Los cambios sociales demandan nuevas maneras de ver el rol de las mujeres y los hombres, y siguiendo la regla del amor evangélico, implica avanzar a formas de relacionarnos hombres y mujeres en caridad, libertad y razón. El miedo, motor de muchas de las expresiones de odio hacia la mujer, los extranjeros y los pobres, fue exorcizado por Jesús en la cruz. Es hora de tirar a la basura los odres viejos.



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