«El Monumento», un cuento del libro «El fabricador de presidentes», de Avelino Stanley

«El Monumento», un cuento del libro «El fabricador de presidentes», de Avelino Stanley

«El Monumento», un cuento del libro «El fabricador de presidentes», de Avelino Stanley

César Augusto Sandino

*Por Vianco Martínez

Había una vez un hombre que llevaba dos mares en la mirada. Nació en Puerto Plata y creció en San Pedro de Macorís. Era un hombre de paz, nunca había peleado. Pero el 10 de enero de 1917 salió de su trabajo y se fue al puerto donde desembarcaban tropas de ocupación norteamericanas. Y, movido por las circunstancias del momento y por la vergüenza, sin pensarlo dos veces, hizo varios disparos –con un revólver ajeno– sobre las tropas invasoras, alcanzando a tres oficiales, dos de los cuales murieron. Ese hombre era Gregorio Urbano Gilbert.

Y ahora ese hombre de paz que llevaba dos mares en la mirada y que aquella mañana estaba desbordado por la vergüenza de su país humillado por una invasión, hoy ha vuelto. Lo ha traído Avelino Stanley en un libro de cuentos titulado “El fabricador de presidentes”.

“El monumento”, el cuento número siete de los ocho que componen el libro, tiene a Gilbert como personaje central. En un interesante ejercicio de imaginación literaria, Avelino lo pone a dialogar con el general Augusto César Sandino a la orilla de los ríos y bajo el embrujo de aquellas montañas sublevadas de Las Segovias que, vestidas de neblina, sirvieron de escenario a la lucha contra el invasor en Nicaragua y que a partir de esa gesta se convirtieron en historia.

Sandino le pregunta:

         —Teniente Urbano, ¿por qué no nos cuenta de la campaña que realizó allá en su tierra dominicana?

Y Gilbert le responde:

“Sentí que no me podía quedar de brazos cruzados (…). Los invasores, que ya habían ocupado la capital, en ese momento seguían desembarcando en el puerto de San Pedro de Macorís. Con el ánimo turbado, con el ímpetu aumentándome, tomé una determinación. Me vestí con la mejor gala, esa que se usa para solemnizar hazañas ante la patria ofendida. Me puse un sombrero que había comprado para acudir a las grandes ocasiones. Luego, en el comercio donde trabajaba, de una gaveta tomé algo ajeno: era un pequeño revólver calibre 32 aunque estaba cargado incluí diez cápsulas y un cuchillo. Y Salí corriendo.”

“Cuando llegué al muelle me abrí paso ante la turba de gente, me asomé hasta donde veía a los invasores desembarcando. Aquello parecía un circo:  la gente miraba con sorpresa y admiración a los que venían a mancillar su terruño. No reconocí soldados de graduación importante entre los que habían desembarcado. Me retiré un instante. Escribí muero defendiendo mi patria y me entre el papel en el bolsillo de la chaqueta. Luego me volví a acercar. De nuevo pasé inspección y encontré soldados de alta graduación frente al yate Patria, en torno a una mesa. Sonrientes, charlaban, comían, bebían.  (…). Con las fuerzas que me permitieron mis pulmones desde mis adentros dejé salir un grito del tamaño de mi convicción:

“¡Viva la República Dominicana!”

“El monumento”, el cuento en el que Avelino concentró gran parte de la poética del nuevo libro, es una apelación patriótica que rinde homenaje a Gilbert y a Sandino, y de paso enaltece la lucha de República Dominicana y Nicaragua, dos países que, a través de su historia, han demostrado preferir morir de pie antes que vivir de rodillas.

Gregorio Urbano Gilbert y Augusto César Sandino son dos personajes hechos de la misma madera, esa madera preciosa que sirve para construir una patria. Nunca se rindieron y ambos lucharon para mantener el alto y sin fisuras el estandarte de la soberanía nacional.

De Sandino, a quien la historia, por su lucha antiimperialista, le concedió el rango de General de Hombres Libre, dice Avelino, a través de su personaje Gilbert:

“Sus actos lo habían convertido en el más legendario opositor del dios impostor. (…). Su rango no le venía de los cuarteles. Se lo había ganado defendiendo el agravio de su patria. Era un general que solo le rendía culto al honor: jamás a nada material.”

En su cuento, Avelino Stanley reinventó a Gilbert y reinventó a Sandino, y a ambos les construyó una historia para sembrarla en el corazón de este tiempo.

 Avelino y la memoria

Avelino Stanley cree que la literatura debe ser un faro de luz y una herramienta al servicio de la lucha de los pueblos por salir adelante. Y así lo ha plantado en reiteradas ocasiones. Es un escritor de compromiso y las historias de este libro lo reafirman en ese camino.

Es oriundo de la región este, la misma que sirvió de escenario a los disparos históricos de Gilbert y a la resistencia guerrillera en los años que duró la ocupación militar de 1916. Si quiso recrear a Gilbert y su lucha sin fronteras contra el invasor norteamericano, y si quiso imaginarle una historia en las montañas de Las Segovias, donde en la realidad estuvo junto a Sandino, es porque quiere que aquellos episodios trascendentales –cada vez más olvidados– de la historia nacional, ocupen su lugar preponderante en la memoria de este tiempo y en el imaginario colectivo.

A fin de cuentas, los libros están llamados a dejar huellas y eso tiene que ver claramente con la memoria del mundo. Dicho a la manera de Irene Vallejo, esa filóloga vanguardista y de pasión que ha hecho de los libros personajes principales de sus hermosos escritos, “Los libros son albergues de la memoria, espejos donde mirarse para poder parecernos más a lo que queremos ser”. (Manifiesto por la lectura, Siruela, 2020, p. 60).

Yo, que solo soy un lector sentimental y que, como tal, leí y releí “El monumento” y el racimo de ocho narraciones que contiene el libro “El fabricador de presidentes”, doy constancia del viejo empeño de Stanley de poner sus historias al servicio del ideal de progreso de la nación y, sobre todo, de luchar siempre contra las injusticas del olvido.

En mi percepción, el cuento “El monumento” es una metáfora de la República Dominicana, una entidad que, desde el inicio de los tiempos, y mucho antes del 27 de febrero de 1844, empezó a adiestrarse para la esperanza. Y su gran lección moral es que nunca dejemos de ser como Gregorio Urbano Gilbert y que nunca abandonemos el orgullo de pertenecer a una nación que, pase lo que pase, nunca se rinde ni se entrega.