El acto de meditar es uno y muy antiguo. Tiene diferentes técnicas que han sido desarrolladas de acuerdo con ciertos maestros, determinadas culturas y tiempos históricos concretos, sobre todo, en el lejano Oriente.
El bienestar, la serenidad, la compasión y la iluminación resultan fines ulteriores. Pero, no pretendería esbozar aquí una historia del recurso mental y corporal de la meditación en Oriente y Occidente.
Mucho menos pretender un dominio sobre las tendencias espirituales conducentes a la supremacía de la atención, la contemplación, la concentración, la fusión del yo con el otro, la armonía con la naturaleza y la conciliación, hasta aceptarla plenamente, con la realidad, lo que implicaría llevar a cabo un viaje por religiones y prácticas espirituales, desde el taoísmo, el zen, el budismo, el hinduismo y el paganismo, sin obviar, por supuesto, religiones monoteístas como el islamismo y el cristianismo.
Lo que procuro, aquí y ahora, es compartir una experiencia individual. La coyuntura pandémica que nos ha tocado vivir ha estremecido nuestro estilo de vida y nuestra forma de entender y asumir la existencia humana, incluso, la del planeta. El desafío que para el conocimiento científico ha representado el coronavirus SARS-CoV-2 se tradujo, para la mayoría de nosotros, en pánico, en principio, y luego en miedo.
Los contagios, las muertes, el confinamiento, el distanciamiento físico, la restricción de los derechos ciudadanos, los titubeos farmacológicos, las imprecisiones diagnósticas y hallazgos efímeros nos fueron sumiendo en la ansiedad, el desasosiego, la angustia existencial.
De ahí que una primera actitud, bastante generalizada, fuese concluir que era necesario cambiar nuestra forma de vida y la manera de relacionarnos con los demás seres vivos y con la naturaleza, así como ahondar la sospecha en las bondades de la revolución tecnológica, el apogeo del medio digital a gran escala, el poshumanismo y el transhumanismo como horizontes de la inteligencia artificial.
El mundo ha cambiado se ha convertido en la frase más común y el Covid-19 ha sido capaz de crear una nueva y paradójica condición de vida a la que nos hemos abalanzado en llamar covidianidad.
El populismo de derechas, la amenaza a la institucionalidad democrática en Estados que la habían consolidado, así como el negacionismo frente a la prevención de la enfermedad han sido el mal banal supurado por este tiempo de pandemia.
La sensación, el sentimiento de miedo nos arropa día a día, mientras modificamos hábitos, recursos de sobrevivencia y costumbres.
Bajo esta atmósfera y en el marco de la Navidad, de entre distintos regalos recibidos, se destacó uno que me enviara mi apreciada amiga María Amalia León, directora del Centro Cultural Eduardo León Jimenes.
Se trata del libro “Biografía del silencio” (Siruela, Madrid, 2019), de la autoría de Pablo D´Ors, sacerdote, discípulo del teólogo y monje alemán Elmar Salmann; además, novelista, traductor, crítico y animador de una comunidad de meditadores llamada “Amigos del desierto”, inspirada en la amistad con el sacerdote jesuita de origen húngaro Franz Jalics.
Su abuelo fue el afamado pensador y crítico de arte Eugenio D´Ors. Estudió en Nueva York, Praga, Roma y Viena, habiéndose doctorado en teología y filosofía en 1996, con una tesis titulada “Teopoética”.
Tratándose de las experiencias de un sacerdote católico, que define la meditación como el arte de la rendición ante la realidad y como práctica de la espera espiritual, la lectura de este ensayo me trasladó a un pasado de inquietudes o curiosidades intelectuales conectadas con fuentes sagradas como los Vedas, el Bhagavad Gita, el Tao Te Ching, la magia del I Ching, el Corán, la Torá, la Biblia, incluso, la reveladora lectura de “Siddhartha” de Herman Hesse y de trabajos de Thomas Merton, entre otros. Continuará.