Síndrome consumista y seducción

Síndrome consumista y seducción

Síndrome consumista y seducción

En el mundo actual, aunque se nos presente como un presunto acto de libertad individual o grupal, elegir, sobre todo objetos de consumo, es prácticamente una obligación, un imperativo inexcusable.

Más grave aun, cuando se trata de estratos sociales de bajos o inexistentes ingresos, de los llamados desclasados o consumidores defectuosos, cuyos individuos no pueden escapar a la dictadura del consumismo.

Del mismo modo en que Sartre afirma que el hombre está condenado a ser libre, el individuo, que dice vivir en libertad en la modernidad líquida actual, está, en cambio, sometido al absolutismo del consumo.

De ahí la expresión “Compro, luego soy”. El sujeto posmoderno vive bajo el imperio del síndrome consumista, que impone, a fuerza de un cambio de jerarquización, la transitoriedad a la duración, así como lo novedoso y efímero a lo perdurable.

Padecer el síndrome consumista significa estar sometido, sin forma alguna de eludirlos, a la velocidad, exceso y desperdicio de la modernidad presente.

Por ello el dominio de la prodigalidad, la redundancia, el despilfarro, la falta de compromiso de sí mismo y frente al otro, y la dilución progresiva de los vínculos humanos, reemplazados por la comunidad ilusoria de la sociedad red o en el enjambre digital.

Sin embargo, hay que tener claro que esa condena u obligación al consumo en una sociedad de consumidores o moderna líquida no se ejerce mediante coerción, sino, como lo establece Pierre Bourdieu, mediante la estimulación propia de entornos desregulados y privatizados, de los que está estructurada la globalización.

La dictadura del consumo es sutil. Aunque no da opciones al individuo contemporáneo, no se apoya en la imposición, sino en la seducción, la persuasión.

De lo que el lenguaje seductor del mercado debía siempre cuidarse era de que a una posible falsa promesa sustentada en una oferta de producto o servicio se le fueran a notar las suturas, se pudiese, al menos, sospechar de su veracidad.

Con el apogeo de las noticias falsas y el nuevo imperio de la posverdad, que ha sido capaz de llevar al poder y de sustentarlos, además, a falsos líderes, payasos y delirantes, consecuencias insufribles del manejo estratégico de los macrodatos y de intencionalidades algorítmicas perversas, la seducción podría ser mentirosa y no pasaría nada.

Seducción es, pues, equivalente a manipulación, distorsión, engaño y no habría reclamo ni ley que se sobreponga a la necesidad del mercado de sumar adeptos a la nueva religión del hiperconsumismo, en cierta forma un fundamentalismo de nuevo cuño y cuya finalidad no es alcanzar la salvación o la vida eterna, sino ganar sentido de pertenencia en la nueva tribu o estar a la vanguardia en el pelotón de la moda.

No de otra realidad habla Byung-Chul Han en sus ensayos cuando denuncia la cultura de rendimiento como sociedad neuronal; misma que otras veces llama sociedad del cansancio o de la transparencia, sociedad positiva, sociedad porno.

Más en conexión con la vitrina global del mercado neoliberal, este pensador habla de la sociedad de la exposición, sociedad de la información o de la aceleración, en la que la necesidad de control, incluso, de la intimidad de los individuos, deriva en la peligrosa “sobreabundancia de lo idéntico” (Han, 2014), que se aproxima demasiado a las autocracias distópicas y totalitaristas esclarecidas por Huxley y Orwell.

Es en este tenor que Yuval Harari (2018) sustenta que la realidad de la globalización tiene, no obstante, efectos directos sobre la subjetividad, y que, por ejemplo, la crisis de la democracia liberal es un fenómeno que afecta no solo a los parlamentos, Estados o colegios electorales, sino también las neuronas y sinapsis de los individuos.



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