El “síndrome” del libro grande

El “síndrome” del libro grande

El “síndrome” del libro grande

Había nacido con un “defecto de fábrica”. Solían decir así de él, al no encontrar una explicación convincente a su extraña preferencia por la lectura. Desde que aprendió a leer mostró una rara e inusitada inclinación por los libros grandes. La afición por la lectura avistó sorpresivamente a sus padres y allegados, quienes incrédulos, veían la aptitud de este niño algo fuera de lo natural. Admiraban que siendo éste tan tierno y en un ambiente cuasi hostil,  mostrara tanta pasión e interés por los libros. Pero no era leer por leer. Sorprendía a todos, además, su preferencia por libros enormes, complejos, de cientos de páginas.

Leía con voracidad las novelas históricas, tratados filosóficos, culturales y de complejidades que muchos adultos en sus sanos juicios, soslayaban.

-Si ese “carajito” sigue así, va a “perder la chaveta”, terminará loco…”-comentaban en el lugar.

No obstante el deleite por lecturas extraordinarias, este infante acucioso que sus padres apodaron “Sol Divino” realizaba con normalidad las rutinas que todo niño practicaba a su edad.

Relatan sus conocidos que jugaba con “trompos”, “las bolitas”, patinetas y montaba burros y caballos. Eran conocidas sus imaginarias aventuras por ríos y montes, la caza con “tirapiedras” de rolones, cigüitas, pájaros carpinteros, cuervos y “pájaro bobo”, entre otras aves. Se bañaba en canales y ríos, acudía a cañaverales a buscar caña de azúcar y asistía a misa junto a su madre.

Cuentan que reunía “centavo a centavo” lo que ganaba para pagar sus entradas al Cine Catalina de Don Fabián Matos,  donde se deleitaba viendo películas de Tarzán “El hombre mono”, de Charles Starret y otras aventuras del Oeste norteamericano, además de los celuloides de ensueños amorosos,  cómicos y de rancheras mexicanas.

En una ocasión llegó a vender  dulces de coco y de leche “relleno de naranja o de guayaba”, verdaderas exquisiteces que elaboraba su madre Purita. Estos dulces eran degustados con deleite por Nayo, Adolfo Morales, Abud, Mimiro, Renatico y otros dueños de tiendas y colmaderos del lugar, por compueblanos y comisionistas que llegaban a Tamayo a vender mercancías y accesorios.

Había un problema con esas ventas, ya que dulce que no se vendía, era dulce que no retornaba. El terrible imberbe, “sabichoso y glotón”, terminaba “engulléndolo” para luego alegar que se le caían al suelo.

En otras ocasiones se le vio afanoso levantarse de madrugada para ir a trabajar “pintando los tallos de los guineos de exportación” de la exportadora de Don Humberto Michel  y su esposa Esthervina. Ganaba 25 cheles por pintada de un camión y se usaba una pintura gelatinosa, un preservante verde y amargo. No obstante su niñez, realizaba jornadas que a veces se extendían entre 18 y 20 horas, montados en camiones que se desplazaban a donde los productores ubicados entre caminos vecinales de comunidades rurales. El dinero ganado lo utilizaría también para ir a las veladas del cine Catalina.

Como gozaba de una bien ponderada imaginación infantil, llegó a “tomarse en serio” el personaje del films de “Tarzán El hombre mono”. Un día de retorno a su casa desde el “conuco” de su padre, trepó a una robusta y alta mata de coco, conocida también con el mote de “Árbol de la vida”. Pasaba de las cinco de la tarde cuando se le antojó subir al arbusto para tumbar “cocos tiernos o cocos de agua”. Después de “encaramarse” en el enorme árbol y, habiendo tumbado “los cocos de agua” apetecidos, se encontró con que no sabía cómo bajar.

El tiempo pasaba y asomaba la sombra que presagiaba la noche. Un silencio expectante cubría los sembradíos de plátanos, guineos y los cocales. Apenas, en el silencio de la tarde, se escuchaba el cantar uno que otros pájaros bobos, carpinteros,  ciguas y de la brisa que se aprestaba a despedir la tarde.

Sol Divino no sabía qué hacer. Miró hacia abajo, tenía la esperanza de que pasara alguien, uno de esos agricultores que irrigan sus tierras en horas de la noche. Ansiaba ver a alguien para vociferar que estaba allí, en serio aprieto, sin poder bajar, en el cogollo de esta imponente palma cocotera. Las piernas comenzaron a temblarle debido a la tensa situación.

 -“Si me tiro, –pensó– será una muerte segura”.

Calculó entonces quedarse a dormir en la altura entre los racimos de coco y las “pencas” o ramas del robusto tronco de unos 35 centímetros para esperar allí hasta el otro día. Tenía la esperanza de que temprano del día siguiente un parroquiano le ayudaría a bajar de aquel lugar.

Pero desesperó y decidió bajar deslizándose abrazado al tronco. Así lo hizo y rodó hacia abajo a toda velocidad. Cuando bajaba “en caída libre” aferrado firmemente del tronco, cayó a tierra en una base abultada y salió de él un breve y lastimero quejido, un casi imperceptible grito:

-“Ay mi madrecita, ay Dios mío…”.

Tenía el pecho lleno de profundos “arañazos”, surcos sangrantes similares a los causados por ataques de una enorme fiera armada de enormes garras. Cuando llegó a la casa con la ropa raída y el torso empapado de sangre, sus padres estallaron en llantos y lo llevaron raudos a la policlínica cercana.

Pasada esta aleccionadora experiencia Sol Divino amainó su imaginario y dejó de creerse un Tarzán El Cazador o un invencible vaquero del legendario Oeste norteamericano.

Volvió  a la rutina, abrazándose de nuevo a las buenas lecturas. Desechó libros pequeños, de pocas páginas y se adentró en la lectura de obras gigantes y de sólidos contenidos, como fue la del escritor estadounidense Ernest Hemingway, “Por quién doblan las campanas”, la cual lo marcó para siempre.

La apetencia por los libros era conocida. Al enterarse de que Sol Divino gozaba de tan hermosa cualidad, el Padre Camilo puso a su disposición la pequeña biblioteca de La Casa Curial de la iglesia del lugar.

Cuentan que allí descubrió ese gran libro, la novela “Por quién doblan las campanas”, publicada en 1940 y seleccionada por la empresa francesa Fnac y el diario parisino Le Monde como uno de los cien más memorables libros del siglo XX. La obra se basó en la guerra civil española donde Hemingway participó como corresponsal y en la que vivió hechos que registra en este libro, el cual inició con una entrada magistral, impactante:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas: doblan por ti” (Meditación XVII de Devotions Upon Emergent Occasions, obra perteneciente al poeta metafísico John Donne, y que data de 1624).

Después de esta obra se sucedieron lecturas de libros tras libros. Como en el pueblo no abundaban los grandes libros, de gran tamaño o de muchas páginas como era su predilección,  saciaba entonces sus ansias de leer en la librería del ayuntamiento, colmada de revistas viejas, el Álbum de la Paz y la Fraternidad del Mundo Libre, gacetas oficiales emanadas de los regímenes de Trujillo, de Balaguer y de los gobiernos militares y civiles transitorios.

Llegó un momento en que Sol Divino prácticamente se mudó a la residencia de su profesora Lolón, esposa del profesor Tuti. Descubrió allí un Diccionario Pequeño Larousse y acudía día por día a leerlo y memorizarlo. La maestra Lolón se dio cuenta de la actitud y, con dulzura, amabilidad y con gesto de bondad, pero también por acuciosidad, preguntó a éste que porqué memorizaba este texto con tanta dedicación. Sin pensarlo mucho, éste atinó a contestar:

-“Profesora, me he propuesto aprender de memoria el diccionario completo”. Hizo una brevísima pausa y prosiguió:

-“De esta manera, mi querida maestra, no tendré que acudir a este libro para saber el significado de todas y cada una de las palabras cuando me toque leer”.

La maestra quedó sin palabras, miró hacia el techo y con los brazos abiertos, y no disimulada sonrisa, observó con detenimiento este extraño comportamiento.

“No es necesario aprender de memoria el diccionario, muchacho, este es un libro para consultar palabras o términos”, expresó la educadora.

-“Tienes razón, pero voy a insistir en el aprendizaje de la mayor cantidad de palabras”-respondió Sol Divino.

Transcurría el tiempo y aquel niño afable y distante, algo quedo, comenzó a mostrar otra cara de su personalidad. Se fue convirtiendo en un mozalbete rebelde que renegaba a las injusticias, mientras de manera paulatina se integraba a movimientos de protestas y a luchas reivindicativas de la época.

Comenzó entonces a leer libros “sediciosos” y manuales que instaban a la subversión, al levantamiento “en contra del orden establecido”. Leía libros de Mao Tse Tung como las “Cuatro tesis filosóficas”. También a “La madre”, “Así se templó el acero” y panfletos con propagandas de izquierda que él se ocupaba de diseminar sigilosamente en barrios, pueblos y bateyes.

Tenía en su poder, pero muy oculto por la persecución existente contra este tipo de lectura, el “Manual de Marxismo-Leninismo”, obra de corte filosófica e ideológica elaborada por científicos y pensadores rusos que le regaló Hilson, un astuto y hábil campesino vicentenoblense devenido guerrillero urbano, entrenado en Cuba y que operaba con un grupo de jóvenes armados en la zona de Vicente Noble, Tamayo, Uvilla, El Jobo y comunidades aledañas. A Hilson lo desaparecieron y  hasta “el sol de hoy” no ha vuelto a aparecer, acción que se atribuyó a fuerzas del régimen de Balaguer que él combatió con vehemencia.

“La última vez lo vi irse

entre humo y metralla

contento y desnudo

Iba matando canallas

con su cañón de futuro

Iba matando canallas

con su cañón de futuro”

(Canción El Elegido-Silvio Rodríguez-cubano).

En una ocasión vieron a Sol Divino atravesar la avenida Libertad con una carretilla llena de ejemplares del “Diario del Ché Guevara” rumbo al barrio de Altos de Las Flores.

Algunas madres, alarmadas, miraban por las ventanas y murmuraban. Doña Camilita, una comerciante menuda pero muy activa, no se contuvo y por una rendija de una de sus ventanas de su residencia vociferó:

-“Ahí va el adoctrinador… ¡va a adoctrinar!…ese es su síndrome, llevar a los jóvenes a leer sus libros grandes”.

 *El autor es periodista