Salva de aplausos para poetas

Salva de aplausos para poetas

Salva de aplausos para poetas

Eran los años en que vivía atrapado por esa extraña e inexplicable manía de oler el corazón de los libros. Todos, cuando llegan de venta a los tramos de las librerías, tienen un olor diferente y muy peculiar.

Compro un libro nuevo y con los ojos cerrados, al cabo del tiempo, puedo sacarlo de cualquier rincón de mi poblada biblioteca y reconozco el título del libro y su autor (hasta logro recordar cómo empieza y el número exacto de páginas que tiene) solo por la esencia de su olor.

No conozco a nadie que tenga ese don tan particular; y menos aun, con el hábito o la adicción de empezar a leer los libros (otra de mis viejas manías. Nada complicado. Afortunadamente no es uno de los siete pecados capitales) por la intrascendente hoja del colofón.

Hoy recuerdo ese episodio porque hurgaba en mi biblioteca (un caótico laberinto de libros, enciclopedias de toda índole, colecciones de periódicos y revistas, cuadros colgados sin ningún rigor, en realidad) y por azar cayó en mis manos la primera edición de «Deshoras», una exquisita colección de relatos de Julio Cortázar, hecha por la Editorial Nueva Imagen, en 1983.

Eso fue casi dos décadas antes de que terminara el siglo 20. Y de inmediato vuelo al colofón y leo (como lo hice la primera vez), imaginándome la cantidad de personas anónimas y con nombres improbables en la industria, ajenos a mi mundo, que no conozco y que trabajaron con tesón en los pormenores del libro para hacerlo una realidad.

El precio (casi desleído, batalla de manera inútil contra el tiempo) está escrito a punta de lápiz grafito en la parte superior, a la derecha de la primera página. Justo donde aparece, además, el logotipo de la editorial. Y recuerdo con absoluta precisión esa mañana remota cuando lo compré en una modesta librería de la Ciudad Colonial. Increíble. Costó 11 pesos con 85 centavos. De manera que si entonces pagué con dos billetes (uno de diez y dos de un peso) recibí 15 centavos (eran tres monedas, justamente) de regreso.

¿Y qué hice con ese dinero? Todavía hoy lo recuerdo. Entré a Helados Los Imperiales, de la calle Eugenio María de Hostos (ya conocida solo como la Hostos). Me senté a una mesa y ordené una copa de Peach Melba (a esa hora de la mañana había pocos clientes).

En un momento se acerca el único camarero de servicio (con una bandeja metálica en su mano izquierda) y (con la mano derecha) deja ante mis ojos un cremoso postre frío (solo de verlo se me hizo agua la boca) hecho con melocotón sobre una base de helado de vainilla con un vertido de mermelada de fresa.

Con el tiempo me entero que el nombre tiene un origen muy singular: se trató de un homenaje hecho por el famoso chef y escritor culinario francés Auguste Escoffier, que trabajaba en el lujoso hotel Savoy de Londres.

Dedicó su postre frío a Nellie Melba, gran soprano, cantante de ópera australiana de portentosa voz, cuyo verdadero nombre era Helen Porter Mitchell, y que abandonó convencida de que necesitaba hacer fama con un nombre artístico adecuado. Así, rebautizada, la recibieron en los grandes escenarios de Londres, París, Milán y Nueva York.

El gran fervor de Escoffier por la estrella (y en una etapa que ella comenzó a aumentar de peso, y retirada de los escenarios, bajo el régimen de una dieta que la alejaron de los alimentos ordinarios) lo llevó también a crear la tostada Melba en su honor, muy seca, fina y crujiente, cubierta con queso derretido o paté. Nellie sentía que el camino a la obesidad amenazaba su carrera.

Y también que un día, sin darse cuenta, podía perder el amor de su público. No hay algo que atormente y llene de pavor a una estrella como saber que en cualquier momento puede perder el amor del público.

En la contraportada del libro «Deshoras» leo el propósito de la Editorial con su edición príncipe. («Este último libro de relatos de Cortázar inicia pues, con la publicación simultánea de «Bestiario», su primera entrega de cuentos, la reordenación editorial de una obra necesaria e indispensable para la literatura».) Son palabras bien pensadas, que motivan, pero a la vez revelan, entre líneas, una agresiva y ambiciosa estrategia comercial.

El libro circula de mano en mano entre los amigos que me visitaban: Jorge Boccanera, Consuelo Hernández, Fernando Valverde, Javier Alvarado, Paúl Guillén, Iris Maldonado, Aleyda Quevedo y Edwin Madrid. Además, dos poetas que no conocía: Antonio Méndez Rubio y Carles Díaz, que llegaron a la casa con Mateo Morrison, una leyenda viviente, solidario y discreto, artífice y armador de la Semana Internacional de la Poesía (era sábado, y con la caída del crepúsculo, ese momento de la tarde era idóneo para brindar y recordarlo con unas copas de vino) y, claro, también les imploro que, en su recorrido y manoseo, trataran a «Deshoras» con dignidad y cuidado.

La escritora Ginni Cepeda, de ojazos negros, impresionantes, pacientes y hermosos (que cuando sonríe exhibe una contagiosa felicidad) también llegó a la casa, tarde, pero llegó (a modo de reto y provocación, varios días atrás le envié un mensaje a su teléfono móvil, para animarla a viajar.

«Tú, admirada y exquisita poeta, tan cerca de Dios, que duerme en Jarabacoa, y tan lejos de las importantes tertulias y peñas culturales de Santo Domingo»), invitada por mí. Una agradable impresión causó a la hora de las presentaciones. Andaba (como ya es su costumbre) con el pelo negro, largo y suelto, cargada de versos; y, con un ademán conminatorio mío, se adueñó del momento, impuso silencio y leyó despacio, con una voz cautivadora y sutil, cuatro poemas de su libro «Pasiones y espantos» (el aplauso de la concurrencia no se hizo esperar).

Era muy lindo y conmovedor ver a tantos poetas aplaudiendo la lectura que hizo Ginni. Aplausos solidarios. No hay muchos episodios así en la trayectoria… Me quedé encallado en ese pensamiento. Aplausos maravillosos, sí. Poemas de alto impacto (al menos eso pensé desde mi humilde punto de vista). Cerró el poemario y con otra salva de aplausos se acercó despacio a donde estaba yo, junto a Morrison y Aleyda Quevedo.

«Mi esposo me espera abajo, en el automóvil» (eso dijo, con una dulce e inapelable determinación. Me quedé atónito). Desplegó para mí su maravillosa sonrisa y se marchó.

No recuerdo cuál de los presentes me dijo, a modo confidencial, que ella tenía futuro. «¿Qué tipo de futuro?» Me animé a preguntar. «El futuro que ella se puede labrar si trabaja una línea poética con tesón y constancia. Eso se supone que debe hacer; y que encuentre su voz, sin ponerse límites o excusas». Concuerdo en silencio. De todas formas asumo esa revelación con la responsabilidad de decírselo, cuando vuelva a verla. Y Ginni, si logra entender el mensaje, sabrá tomar la mejor decisión.

El poeta León Félix Batista (que había llegado antes), escuchó atento los poemas de Ginni, pero puso mucha atención a la historia que conté (cuando llegó el libro de Cortázar a sus manos) buscó la página del colofón y lee en voz alta: «Esta obra se terminó de imprimir en febrero de 1983 en los Talleres de IMPRENTA TÉCNICA S.A. México, D.F». Además agregó que «Deshoras» ya tenía categoría de pieza de museo. Y (luego de tan ingeniosa ocurrencia) programó la cámara de su teléfono móvil para hacer una foto de la portada y la página donde estaba impreso el colofón.

Entre copas de vino, bocanadas de humo de cigarrillos con filtro, rollos de un exquisito jamón serrano, galletas integrales y varias rondas de aceitunas negras, imagino qué hará mi predecible amigo poeta. Muy pronto veré la portada de ese viejo libro (prueba irrefutable, evidentemente de su existencia), elevado por él, hace poco, a la insólita categoría de pieza de museo, viajando por el proceloso e invertebrado mar de las redes sociales.

(En ese momento recuerdo que León Félix Batista hace poco me compartió esta historia, mezclada con versos premonitorios del poeta sueco. Artur Lundkvist: «El ojo es una piedra perforada por la luz. / Si te acuestas con un árbol no lo dejes descansar sobre tu pecho». Y León agregó: «Yo lo había leído. Ya lo sabía. No obstante, me incrusté en un árbol, perforado por su luz.

Nos abrazamos a toda velocidad» (salvó milagrosamente la vida en un aparatoso accidente de tránsito. Su vehículo quedó totalmente destruido). «Fue el 7 de septiembre del año 2015, y hoy hace 9 años de mi sentido no-fallecimiento».

En mi condición de anfitrión (con buena música programada, terminada la guarnición de vinos, embutidos fríos, aceitunas negras y las amenas y paralelas conversaciones) llevé en mi vehículo (uno en el asiento delantero y tres detrás) a los poetas Iris Maldonado, Aleyda Quevedo, Carles Díaz y Edwin Madrid al hotel donde estaban hospedados.

La charla en el camino me permitió conocer el título de varios libros recientes de mis amigos y (cuando, finalmente, se marchen del país, luego de un fin de semana en un exclusivo resort de Punta Cana) harán un periplo por otros escenarios culturales de Europa y Sudamérica. Además gané la promesa de un autógrafo que sería estampado con gran aprecio en cuatro poemarios de ellos, que habían dejado a resguardo en la recepción.

—¿Palabra de poeta? —pregunté, ilusionado.
Se miraron entre ellos y respondieron a coro:
—Palabra de poetas.

Una vez los bardos pisaron el lobby del hotel, rescataron los libros prometidos, se apoyaron en el raso de la recepción y con mi elegante bolígrafo Montblanc, con abrazadera de oro en el capuchón (apreciable regalo de Damaris Agramonte, una entrañable amiga que ahora vive en Pennsylvania) y firme tinta azul, escribieron, cada uno, sus respectivas dedicatorias.

Los cuatro libros (con la promesa cumplida) terminaron en mis manos; y aferrado a mi vieja costumbre, primero leo los colofones; y luego, con detenimiento, voy bebiéndome cada una de las palabras de tan cálidas dedicatorias escritas para mí.

La poesía no tiene fronteras; y, cargada de versos, llega por distintos caminos. Hay voces que transportan versos, a veces sencillos, que te sorprenden a deshoras, en cualquier lugar. Poetas que despiertan de madrugada, apremiados por el dictado de bellas, olorosas palabras, urgentes y luminosas. Eso pensé; y, conmovido, vuelvo a leer las dedicatorias escritas por mis amigos poetas de otras latitudes.

Era un acontecimiento de hermandad internacionalista. Estampo un beso sonoro de alta gratitud a la portada del libro de Iris Maldonado, y digo: «Esto hay que celebrarlo». Sin pensarlo mucho tributo una sonrisa al grupo; y propuse una ronda (a cuenta mía, claro) de martinis, vodka (las damas quizá prefieran otra cosa, podría ser un sorbito de champán), o lo que gustaran, en el bar del hotel.

En el automóvil, de regreso a la casa, pienso en la cantidad de poemas que llevo a mi lado, destilados en los cuatro nuevos libros. Pienso, pienso (a la vez que mis ojos se mueven de izquierda a derecha y miran por los espejos retrovisores) en la intriga y el desasosiego de no saber qué me deparará el destino. Y yo, (de eso estoy seguro, totalmente convencido) avanzaré si leo cada libro que va a mi lado; y ellos, (los poetas) avanzarán con mi lectura.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.