En cultura o lengua, para llegar a la diversidad, habría que pasar antes por la identidad. La diversidad representa un concierto, un determinado universo de identidades individuales o colectivas, que se aglutinan por similitudes y se fragmentan por diferencias.
Para aproximarse al problema de la identidad en el sujeto posmoderno en la globalización habría que partir de los paradigmas que sitúan en su origen, decadencia y evolución las fases de la modernidad, y las características de orden económico, político, individual y social, y particularmente, de los vínculos humanos, que imperan en cada una de ellas, y cómo esos procesos inciden sobre la estructura identitaria y el lenguaje del individuo o de un grupo de individuos.
Las raíces, si las hubiere, del sujeto posmoderno en su espacio vital y en su tiempo, en su intimidad y su cultura habrán de ser superficiales.
La errancia es parte de su fundamento existencial. Lo autóctono se debilita ante lo transculturado. La simultaneidad y la ubicuidad marcan el signo de nuestro tiempo.
El proceso de disolución que acompaña la globalización ha hecho que lo que eran estamentos sólidos referenciales de una identidad perceptible como valor social duradero y como argumento racional o emocional colectivo se hayan desvanecido.
Aquella identidad única se ha transformado en una multiplicidad fugaz de identidades, que al igual que un producto determinado en el mercado, los individuos deberán buscar y proveerse por sí mismos.
La búsqueda de identidad en el mundo globalizado, donde ya muchas cosas no se encuentran en el lugar que creíamos natural para ellas, donde los referentes del pasado ya se han diluido, genera en el individuo un elevado grado de ansiedad.
De este hecho deriva la dificultad de poseer una identidad fija en un contexto socioeconómico múltiple e incierto y en el que todo es desechable, efímero o con caducidad programada.
Cuando hablamos de referentes sólidos que ya no tienen peso significativo en el establecimiento de relaciones duraderas o de identidades relativamente fijas, lo que se arguye es que en el mundo moderno tardío la familia, el trabajo, la vecindad, la nación, la lealtad, el sentido de pertenencia, entre otros han perdido su poder de atracción y de generación de confianza, lo que se traduce en sentimiento de soledad o de abandono.
Y su única respuesta a esta presión ansiosa es la de confeccionarse o elegir identidades de quita y pon, tomadas como piezas de un ropero, con vida útil muy breve y sin el peso del compromiso duradero o la lealtad innegociable a algún propósito.
La lengua no es ajena a este proceso y la sociedad de rendimiento cercena el tiempo de ocio para la creatividad a través de la palabra.
Existen amenazas a la vigencia de la poesía en un mundo que, en las batallas por la identidad y la diversidad, en la agónica sobrevivencia de lo local frente a la aplastante tendencia de lo global, oscila como péndulo entre el comunitarismo, el multiculturalismo, la ortodoxia del singularismo cultural e identitario, la interculturalidad y las pretensiones de los radicalismos y fundamentalismos, tanto de orden político, lingüístico como religioso de instaurar Estados en los que prevalezcan una ilusión de destino o una suerte de supremacía nacional, cultural o racial, colocando fronteras ideológicas a un mundo cada día más abierto y plural.
Otra amenaza se relaciona con el imperialismo lingüístico de nuevo cuño que pretende subsumir en la lógica socioeconómica y políticamente dominante, so pretexto de una lengua comercial, todas las lenguas que le sea posible, socavando las tradicionales. He aquí un reflejo más de la perniciosa ideología de la homogenización de la vida y del lenguaje poético.