Prensa, lenguaje y demagogia

Prensa, lenguaje y demagogia

Prensa, lenguaje y demagogia

José Mármol

El uso de las palabras permite apreciar el estado del alma de una sociedad, su grado de civilización, su capacidad para contemporizar o agredir, para construir o destruir.

Un medio de comunicación debe proteger la dignidad de los ciudadanos a los que informa y sobre los que informa. Es una irresponsabilidad mayúscula pretender escudarse en el pretexto de que un medio publica la declaración de un tercero y no la suya, cuando el propio medio es consciente de que quien declara está empleando un lenguaje procaz, soez, infundado o falsario, con lo cual viola la integridad de quienes han sido víctimas de una información de ese jaez.

El considerando primero de la Ley 6132 de Expresión y Difusión del Pensamiento establece con meridiana claridad que la Carta Magna consagra el derecho de expresión del pensamiento sin censura previa, pero también dispone que serían sancionados aquellos que atenten contra la honra de las personas, el orden social o la paz pública. Además, en su articulado se condenan la difamación y la injuria.

Del libertinaje, la estulticia y los desmanes propios del uso inadecuado de las llamadas redes sociales y su inclinación al desprestigio, la ofensa y la desconsideración a diestra y siniestra, poco ya nos queda por argumentar, desde el ángulo del buen juicio.

De ahí que prefiera solo recordar el temprano y vaticinador acierto del escritor, filósofo y semiólogo Umberto Eco, cuando las definió como “la invasión de los idiotas”, porque da a estos el mismo derecho a hablar que a un Premio Nobel. Y no se trata de oportunidad democrática.

Se trata de desafuero contra la lengua, el decoro y la inteligencia. Las redes sociales son, en manos que supuran resentimiento e ignorancia, la tribuna del odio, de la procacidad y de la intemperancia.

El otro ámbito de riesgo en los medios para la reputación y la dignidad de personas, instituciones, empresas y familias lo constituyen la práctica demagógica y la orgía populista que encarnan e impulsan algunos personajes de la farándula partidaria, algunos legisladores que se saltaron la educación básica y eludieron la del hogar, y ciertos jefes de hordas o tendencias políticas que, actuando tras bastidores, atizan a las masas para generar confusión, desinformación y caos.

Los demagogos son enemigos acérrimos de la democracia, porque abusan de ella para sus felonías y porque saben que los reclamos que azuzan son inviables, arruinarían la economía y darían al traste con la paz social.

Son demagogos porque arrastran al pueblo hacia la posibilidad de destruir las bases del sistema político y del modelo económico de libre empresa que, si bien pueden ser mejorados, no deberían ser empujados a su desaparición, en detrimento de la libertad y del progreso por cuya conquista el pueblo lucha y se desvela.

El fin clásico de la demagogia es desatar prejuicios, odios, miedos e intolerancia, para lograr, en coyunturas críticas, el reemplazo radical de la razón y el pacto social. Aristóteles la llamó forma degenerada, degradada de la democracia misma, porque impone el delirio y el resentimiento, porque puede desembocar en el autoritarismo.

El lenguaje zafio, la teatralidad ridícula y la burla a la inteligencia media no deberían, en buena práctica, merecer el eco que la prensa responsable, respetuosa de sus audiencias y apegada a la defensa de las leyes les brinda. La prensa libre ha de ser garante de la institucionalidad y los derechos humanos.

Informaciones que denostan, carecen de objetividad y lastiman honras ajenas son un ejercicio de desconsideración, no de expresión del pensamiento. Pensamiento es lo que brilla por su ausencia allí. La prensa no debería servir a la intriga enfermiza, sino a la concertación.



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