La Segunda Guerra Mundial mostró hasta qué punto eran capaces de llegar las clases dominantes, las potencias imperiales y la sed de las élites por concentrar más poder y riquezas.
Bien se ha dicho que la especie humana es la única capaz de aniquilarse a sí misma, algo no visto en ninguna otra forma de vida.
El nazismo y el fascismo primero llevaron al Holocausto y luego a una guerra infernal, desatados por proyectos políticos que le dieron una salida anticomunista y contrarrevolucionaria a la crisis del capitalismo detonada en 1929, usando como estrategia fanatizar a los pueblos y desviar su atención de los problemas principales y sus causas, construyendo “enemigos nacionales” y conduciendo la desesperación hacia objetivos racistas, colonialistas machistas y totalitarios.
Nunca gobernaron para sus pueblos, pero en la falsa abundancia de la industria de guerra, la rapiña y la colonización creaban ese espejismo ante masas depauperadas. Total, los jefes arengaban desde las tribunas, engordaban en riqueza al vapor y las masas ponían los soldados y los caídos. En su cruzada produjeron más de 50 millones de muertos.
Posterior a la conquista de la paz, surgió la Organización de Naciones Unidas y en 1948, hace hoy 70 años, la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo primer artículo reza: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Para la mayor parte de la Humanidad ese artículo sigue siendo una quimera. Menos del 1% de la población concentra el 80% de la riqueza mundial, lo que hace imposible a las mayorías educarse, estar sanos, nutrirse, tener pensiones, vivienda y agua potable.
Más de 700 millones de niños y niñas sufren violencia, abusos y explotación en el mundo. Nuestro medio natural sigue siendo devastado, poniendo en peligro la vida del planeta. Millones de mujeres siguen siendo asesinadas y maltratadas por el machismo, así como son vejadas millones de personas que reclaman su derecho a optar libremente por su proyecto de vida.
Los migrantes siguen siendo atropellados.
El racismo y el colonialismo arrasan con guerras y dejan miles de muertos en los mares. Para muchos gobiernos y dirigencias, el derecho a pensar, expresarse y movilizarse sigue siendo una amenaza.
Los derechos, concreción de la dignidad humana, siguen escritos en el papel para realizarse “en la medida de lo posible”, subordinados a los principios de orden, seguridad, riqueza y conservación del poder.
Esa negación, combinada a la corrupción y la violencia, son la base de nuestras democracias fallidas, vaciadas de todo su contenido emancipador y convertidas en formalismos que hoy parecen abrir paso a demagogos, farsantes y oportunistas.
Por eso dijo el Premio Nobel José Saramago que el compromiso básico de todo gobierno debería ser cumplir con los ferechos humanos y que esa sería la más importante revolución de la Historia.
Hoy, en 2018, reivindiquemos ese objetivo y trabajemos para que esa revolución sea posible.