Mientras leía parte de los últimos inéditos del escritor francés de origen rumano Emil Cioran (1911-1995), pensé en nosotros y en la coyuntura socio-política actual de nuestro país.
Léase como una acomodación metafórica. O bien, como un llamado de atención sobre el peligro de construir ídolos. Dice el apologeta del escepticismo en un fragmento de “Extravíos” (Hermida Editores, Madrid, 2018, pp.57-58) lo siguiente:
“En el instante en que los hombres dejen de forjar imágenes idolátricas se matarán unos a otros hasta el último.
Cuándo alcanzarán este estadio no nos es posible entreverlo. Pero el resultado cierto del devenir histórico es que los hombres no pueden vivir sin ídolos, sin culto, sin la ceguera de la adoración.
Sea reverenciando fantasmas religiosos o políticos, aturdidos por el simulacro de absoluto de un fetiche, de un dios o de un partido, necesitan inclinar su razón ante algo. No hay objeto o idea que no haya sido en el decurso de los tiempos, cuando menos por un instante, el fin supremo del pensamiento y del corazón.
Todas las apariencias han ocupado por turno el lugar de la divinidad. El instinto de esclavitud que yace en cada criatura ha hecho de los aspectos de la creación realidades tiránicas ante las que ésta ha encorvado su orgullo.
¿Ha habido un solo momento en la historia en el que no hubiera un jefe, un ideal, una quimera? Incluso las épocas de desagregación han transformado la decadencia en un mito, prosternándose ante su falta de futuro.
Los incrédulos creen en el hecho de no creer; las dudas nutren tanto como las certezas. El hombre es el ser dogmático por excelencia. Nada soporta peor que el escepticismo estéril, universal, tolerante y amargo-sonriente.
El hombre quiere sangre en todo lo que hace y espera, quiere sangre para tener la ilusión de que no se ha engañado, de que su ilusión es seria e indiscutible. Cuando la conversación, con su arte de relajar las verdades y reducirlas a simples convenciones de la vida común, amenaza con destruir los fundamentos de la seguridad cotidiana, entonces surgen los profetas, la multitud los sigue, y siguiéndolos toma las armas.
Las discusiones cesan como por milagro, las verdades se instalan como para siempre, la ironía deviene fatal y peligrosa.
La imagen idolátrica -con ayuda de la policía y de la ideología- suplanta a los antiguos reyes y emperadores, a las remotas leyendas y a los viejos señores.”
Y añade: “Difícilmente podemos imaginarnos las jaurías humanas agolpadas de pronto sin ninguna superstición. ¿Qué ley, qué código, que poder podría ocupar su lugar? El fin de la estirpe humana, si no es causado por un cataclismo exterior, se producirá con ocasión -imposible de prever, pero no obstante posible e incluso segura- de la desaparición de la última superstición.
Cuando el último becerro de oro sea destruido, ninguna fuerza podrá detener ya el caos. ¡Mas cuántos se regocijarán al contemplar la agonía del último ídolo!”
Nietzsche proclamó, en momentos aciagos, el ocaso de los ídolos. Cioran, que se afondaba en la infructuosidad como en un éxtasis, advirtió sin embargo la relevancia de las señales de los tiempos, especialmente, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En este fragmento subraya la peligrosidad de la creación de ídolos.
La suplantación mediante el derribo de lo establecido es el resultado de una esperanza, una legítima voluntad de cambio. Hay que tener, no obstante, el más delicado de los cuidados frente a los excesos.
La indignación es emocional. La institucionalidad es racional. Solo la razón puede contener el vendaval de los instintos y su secuela de desastres. Seamos cautos.