SANTO DOMINGO.- El gobierno dominicano ha dado un paso audaz en su política exterior al convertirse en apenas el cuatro país que se alinea con Estados Unidos de mudar sus embajadas a Jerusalén, con lo que de manera implícita reconoce a esta ciudad como la capital de Israel contrariando una resolución de las Naciones Unidas que recomienda no hacerlo debido a que también Palestina reclama derechos sobre ese territorio.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, conmovió al mundo árabe cuando en 2018 anunció su decisión de trasladar la embajada de su país de Tel Aviv hacia Jerusalén, en un reconocimiento de esta ciudad como la capital de Israel.
Sin embargo, el mundo se mantuvo cauto y no se produjo un efecto dominó como se esperaba. Solo Guatemala siguió los pasos de Trump y Paraguay también anunció que lo haría, pero cuatro meses después un nuevo gobierno paraguayo revertió la decisión.
Recientemente Serbia anunció lo propio, mientras que Kosovo también regularizaba sus relaciones diplomáticas con Israel.
Este viernes, la cancillería dominicana anunciaba que contempla mudar su embajada en Israel desde Tel Avi ha Jerusalén.
Hasta el momento del reconocimiento de Estados Unidos de Jerusalén como capital de Israel, ninguna otra nación lo había hecho, tras la anexión israelí de la parte oriental de la urbe en 1980, la ONU llamó a la comunidad internacional a retirar sus delegaciones de la Ciudad Santa.
Aunque Israel considera a Jerusalén su capital, la soberanía del país sobre la parte oriental de la urbe (Jerusalén Este) no está reconocida por gran parte de la comunidad internacional, y los palestinos quieren establecer allí la sede de su futuro estado.
Israel tiene la peculiaridad de ser considerada la ciudad Santa de los judíos, los cristianos y los musulmanes y Palestina lo tiene como parte de su territorio y espera que en el reconocimiento del Estado palestino sea allí donde pueda instalar la sede de su gobierno.
El ser considerada como una ciudad sagrada por los fieles de las tres grandes religiones monoteístas —judíos, cristianos y musulmanes— paradójicamente convirtió a Jerusalén en objeto de numerosas disputas que, a lo largo de siglos, derivaron en reiteradas conquistas y reconquistas.
Cuando en 1947 la Asamblea General de la ONU aprobó la resolución 181 para la partición de Palestina en un Estado judío y otro árabe, se pensó en considerar a Jerusalén como una «entidad aparte», una ciudad internacional que sería administrada durante diez años por la ONU antes de realizar un referendo para definir su destino.
El documento preveía además garantizar la protección, el libre acceso y la libertad de culto en los lugares sagrados de la ciudad, no solo para sus habitantes sino incluso para los extranjeros sin discriminación por causas de nacionalidad.
Este plan no llegó a aplicarse debido al estallido de la primera guerra árabe-israelí en 1948, que en la práctica derivó en la división de la ciudad en dos partes: Jerusalén este, bajo control árabe; y Jerusalén oeste, en manos de Israel.
La parte oriental de Jerusalén, que incluía la ciudad vieja y los lugares sagrados, quedaron en manos de Jordania desde entonces hasta 1967, cuando durante la Guerra de los Seis Días, Israel quedó en control de toda la ciudad.
Entonces, la Knesset (el Parlamento israelí) aprobó una ley de protección a los lugares sagrados, en la que garantizaba el acceso a estos por parte de los fieles de las distintas religiones.
Además, el gobierno israelí hizo un acuerdo con el Waqf islámico de Jerusalén, una fundación religiosa musulmana que quedó a cargo de la administración de lugares sagrados como la Explanada de las Mezquitas (o el Monte del Templo, para los judíos), complejo dentro del cual se encuentra la mezquita de Al Aqsa y el Domo de la Roca.