El primero que utilizó un objeto para representar otro, o para referir a un hecho, estaba usando cosas para almacenar recuerdos que de otro modo podían perderse, a menos que fueran pasando de una memoria interna a otra sobre la base de recursos mnemotécnicos.
Hoy día puede ser fácil afiliar este hecho remoto e inverificable con la utilización de memorias externas para ampliar la capacidad de almacenamiento de computadoras.
Si el lenguaje es una facultad y la lengua un código —como dicen lingüistas—, el acceso a los resortes más íntimos de uno y la otra es perfectamente posible para un algoritmo.
Desde aquel día remoto de la invención de un signo, y su traspaso de una generación a otra, no ha parado la utilización de objetos auxiliares de la memoria biológica.
En estos tiempos contamos con los sistemas informáticos, consistentes en la utilización de “programas” para acceder a profundidades lógicas sobre las que se mueve la facultad y los soportes convencionales del código. Si una aplicación puede escribir un texto con un mínimo o la plenitud de coherencia de modo que pueda ser aceptado por un primate cerebral entrenado, ¿cuál es el miedo?
A los escribidores primigenios, cuando los hubo, sólo les hizo falta establecer significados para legar la utilidad de la memoria externa más allá de su período vital. De esta manera era suficiente con enseñarle a un hijo o a un discípulo a cifrar y descifrar el relato mediante significantes organizados de tal o cual forma.
¿Tenían los escribidores, dibujantes o pintores de las cavernas un fin utilitario o una intención estética? Este escribidor no lo sabe.
Pero así como celebramos la máquina de vapor, la relativa domesticación de la electricidad, la bombilla incandescente, el sifón de inodoro para “dar del cuerpo” en el lugar donde comemos, dormimos y amamos, el Motorola Dyna TAC 8000x o el motor de combustión interna, deberíamos rememorar en un día del año a los remotos iniciadores de la escritura como recurso para encapsular el pensamiento, atrapar el presente y conservarlos como versión atestiguada del pasado, o hacer más pleno y complejo el presente y planificar el futuro sobre la base de versiones aproximadas a los hechos.
Es la única posibilidad de hacer del tiempo algo casi palpable.
Escribir era difícil entonces, y hoy también. Cogido de la memoria, veo a Germán Ornes, para quien escribir era arduo, difícil (fue mi empleador durante años y tutor p rofesional en periodismo).
Lo veía hacer y deshacer, como los rumiantes, y armar una telaraña de líneas sobre la cuartilla, primero, y sobre la tira del pegado en la página, después, como si nunca estuviera satisfecho.
Antonio Emilio, el hijo, escribía en cambio con una facilidad que a veces me provocaba envidia y otras me causaba sospecha, porque para mí, rumiante del pensamiento, escribir no era, ni es, algo fácil.