Al final de la ocupación militar del 1916, ya el país era otro. Seguía sumergido en el subdesarrollo, pero se había ensanchado el latifundio azucarero, la infraestructura imprescindible para el cultivo, la producción, el procesamiento y el embarque de azúcar, se amplió el mercado interno, las comunicaciones con el mayor uso del teléfono, la electricidad, el automóvil y la construcción de tres grandes carreteras.
Golpeado el fraccionamiento económico, perdió base el caudillismo regional, desarmada a puro terror la población, se creó un aparato de Estado más eficiente en lo administrativo y dueño del monopolio de las armas y la violencia. En el centro de todo, una fuerza armada relativamente moderna y entrenada en el crimen.
La nueva realidad demandaba una renovación política. El viejo partidismo se volvió obsoleto. Había surgido una esperanza de esa renovación.
El movimiento nacionalista forjado al calor de la campaña patriótica contra la ocupación, que fue una de las más hermosas jornadas libradas por los dominicanos, al frente de los cuales se colocó una intelectualidad lúcida, valiente y digna, que dio a esa lucha unas bases doctrinarias como no la tuvo ni la ha tenido ningún otro movimiento en nuestra historia.
Vinieron las elecciones nacionales del 15 de marzo de 1924. Los viejos caudillos que se habían rendido y agachado irresponsablemente, durante la ocupación, reaparecieron.
Históricamente estaban agotados, pero políticamente conservaban parte de su antigua base. Pero vino la división de siempre.
El movimiento nacionalista se dividió. Unos, que se acogían a la retirada condicionada de las tropas y fueron a las elecciones; otros, partidarios de la “evacuación pura y simple”, que desconocían los actos de gobierno de los ocupantes y de paso, las elecciones nacionales.
Era lo más digno y moral, lo deseable estratégicamente, pero materialmente imposible. La realidad era otra. Lo estratégicamente deseado, debe ser tácticamente posible, decía el mariscal Montgomery.
Aquellas elecciones fueron un acto fallido. La renovación positiva, por vía de las fuerzas más sanas fue imposible.
Se reeditó el pasado, el viejo caudillo Horacio Vásquez ganó las elecciones.
Como esa representación del pasado era incompatible con la nueva realidad, vino la crisis, económica, jurídica, moral, militar, hasta la salud del propio presidente.
Y en 1930, “entró el mar”, la renovación, que no fue posible por vía del nacionalismo, surgió traumáticamente, desde una las estructuras creadas por los ocupantes, la peor, desde el Ejército. Se dividió y falló lo avanzado. Se impuso lo reaccionario. Llegó Trujillo y las consecuencias trágicas se sienten todavía.