La difusión de mentiras es un vicio antiguo —a pesar de que algunos insisten en atribuirle su invención o
encomio al ministro de Propaganda de Hitler—, muy propio de la práctica política.
Mentir es común en la política, y como esta ha pasado a ser una actividad masiva y blanda, de riesgos personales moderados y a la que se puede acceder sin mayores méritos, la profusión de gente que hoy dedica su tiempo a los asuntos públicos tiende a ser abrumadora y en la misma medida crece la difusión
de mentiras.
Según el director del Instituto Dominicano de las Telecomunicaciones, Guido Gómez Mazara, un porcentaje muy alto de las afirmaciones y supuestos colocados en la gran red de la Internet es falso.
Pero ocurre que quienes las reciben no se detienen a preguntarse si se trata de una mentira o de una verdad. Peor aún: la mayoría carece de la posibilidad o la habilidad para probar la calidad de lo que recibe por chats y redes sociales o recoge de canales y portales.
¿Es necesario decir aquí que noticia es un hecho novedoso, comprobable, puesto en conocimiento de otros con arreglo a técnicas de información? Desde este punto de partida poco en estos tiempos puede ser considerado noticia, pero algo debe de haber.
Abunda, esto sí, la mentira disfrazada de noticia o de información, hechos manipulados o elaboraciones con apariencia de sucesos.
Acaso la pregunta más importante que se desprende de este alud de falsedades al que recurren unos, y concurren otros, es si esto es novedoso o ha ganado visibilidad porque la gran masa, en la que hay gente que mentía antes, miente ahora y mentirá mañana, tiene un acceso directo a los medios.
Allí no llegan ética, escuela, ley ni prudencia. Es el caos absoluto.