
La degradación de los ríos Ozama e Isabela ha tenido lugar en más de seis décadas de dejar hacer a quienes han levantado talleres, empresas, viviendas y barrios sin previsiones sanitarias, de higiene y de orden para grandes establecimientos humanos.
Hablar de enormes asentamientos alrededor de estos dos ríos es una referencia a millones de personas, que deben de haber empezado a plantar viviendas en el último lustro de la era de Trujillo, a pesar de los controles de entonces sobre los movimientos humanos.
En algún momento se produjo el desborde de todo orden.
Y si se quiere tener una idea de lo que representa tanta gente vertiendo aguas sucias, basura biodegradable y desechos resistentes a la descomposición en calles, cañadas y patios junto a estos dos ríos, sin contar los vertidos industriales, piénsese que el estimado de la basura en el Gran Santo Domingo es de unas 12 mil toneladas cada día.
En el caso de que toda la basura generada por la población fuera recolectada y llevada a vertederos, ¿qué decir de las aguas sucias, que no son recogidas mediante ningún procedimiento conocido?
Con estas puede pasar, en algunos casos, que sean dirigidas hacia el subsuelo a través de los denominados “filtrantes”, que pasan a contaminar las aguas subterráneas en cualquier parte del Gran Santo Domingo, vista la falta de un sistema extendido de recolección de aguas servidas para ser tratadas.
La limpieza de los ríos Ozama e Isabela está más allá del poder de un decreto. Se le oponen la incapacidad de la gente de los establecimientos humanos circundantes para comprender la importancia de revertir el proceso que los llevó de ríos de aguas limpias a cloacas, y las inversiones particulares y estatales que deben mediar para lograrlo.
La recuperación de estos dos ríos, y de cualesquiera otros en el país, pasa por la conciencia de la gente y el dinero.