Susan Radio Show

Susan Radio Show

Susan Radio Show

Por Rafael García Romero

La entrega del programa, esa noche, quedó sensacional. Y ella, como siempre, estuvo a la altura de la expectativa de los quinientos mil seguidores que tenía la plataforma.

Los camarógrafos hicieron muy bien su trabajo.

La entregaron a la jauría con muchos acercamientos y enfoques de primer plano, bien logrados.

Las cámaras cortaron el hilo conductor. Ella sintió el vacío que tomó el lugar de su vicio: había terminado su momento estelar.

El director general y el equipo técnico aplaudieron de manera soberana.

A la encargada de utilería que la acompañó hasta el camerino, le devolvió todos los artículos de la vanidad —gafas, anillos, reloj, vestimenta, pendientes y collar—, porque eran propiedad de los patrocinadores.

Ella, que en realidad solo era dueña de un bello rostro, descubrió que amaba esa relación pasional con el plató de televisión, la plataforma, las cámaras y los micrófonos.

Todo había terminado. Ahora era dueña de la otra parte de su vida. Salió a la calle y abordó el taxi que había pedido minutos antes. Sonrió. La sonrisa también forma parte de su grandeza. Cuando se acomodaba en el asiento vio su rostro reflejado en el espejo retrovisor. Ahora estaba en la superficie. En ese momento recordó que el lápiz labial rojo, de una marca exclusiva, también se quedó en el estudio.

Soñaba. No lo podía creer. Soñaba despierta mientras llegaba a su destino. Eran sueños frágiles. O duros e irrealizables. Una lluvia de pétalos de rosas rojas cayendo sobre ella del cielo. A veces creía que era una hiedra aferrada a su tiempo. Siempre se veía alegre y feliz desde el primer segundo de transmisión.

Amaba su trabajo y la ropa de cada día, distinta, que la hacía sentir como si caminara sobre alamedas de humo.

No amaba el gimnasio. Las rutinas que pautaba el entrenador le resultaban tediosas y agotadoras. No soportaba el sudor en todo su cuerpo.

En cambio era feliz con su nombre. Se sentía una diosa. Susan. Ahora se llama Susan. Tuvo suerte que la rebautizaran para el programa con un nombre cautivador y de alto impacto. Vivía con la madre. Obsesiva con ella y el amor que se prodigaban. Sabía que no quería envejecer. Era un temor incisivo y recurrente. A través de su torrente sanguíneo corría una sensación sublime. Era provocativa. No claudica cuando trabaja y su rostro sale al aire, en primer plano. Ante todo se aferra a la necesidad de mantenerse enfocada, rigurosa con el mensaje y las preguntas a sus invitados. Qué importa si recibe respuestas banales, con frases hechas.

Su rostro, cada noche, y sin darse cuenta, ya era parte de una estructura venenosa.

En el centro de su alma había un abismo destructor; y crecía silenciosamente.

El recuerdo que tiene de su padre apenas es un borrón entre sus malos recuerdos. La madre lloraba a mares bajo la ducha, siempre a escondidas; y con el alma partida de dolor las dos salieron a camino, luego del abandono. Apenas recuerda que tenía en las manos una muñeca, cuando escuchó el portazo del padre, la noche que se marchó.

La madre y ella, desde ese fatídico día, nunca mencionaron su nombre en la casa. Y las dos, en silencio y sin rencor, con los rostros limpios, quemaron todas las fotos de él.

La noche de mañana será estelar; fascinante. Y cuando termine el programa, el director general y todo el equipo técnico tributarán su recompensa: una sensacional salva de aplausos, igual que hoy.