Soy católico. Realicé mis estudios en un colegio católico. Y mis primeras incursiones en el mundo de las preocupaciones sociales y políticas tuvieron lugar en un movimiento cuyo orientador era un sacerdote jesuita.
Sigo siendo católico practicante, uno cuyas rutinas espirituales incluyen ejercicios inspirados por San Ignacio de Loyola.
En mis aprendizajes sobre lo público y lo privado, he comprendido que la democracia –y en ella las cuestiones de interés público– presentan complejidades para las cuales la orientación religiosa no es la perspectiva adecuada.
Lo público, las cuestiones de Estado, las políticas públicas en una democracia no pueden ni deben estar circunscritas por nuestras creencias y orientaciones religiosas, de fe o doctrinales.
En una democracia las cuestiones de Estado, las políticas públicas y las decisiones que conciernen al interés de toda la sociedad deben ser aconfesionales, laicas.
Los católicos practicantes como yo debemos reconocer que entre lo que son nuestras convicciones personales, privadas, y el interés general de la sociedad y el Estado existe y debe existir una separación. Esta es la única garantía de que todos seamos iguales ante la ley.
No sería democrático que las decisiones de Estado sean regidas por las convicciones religiosas, doctrinales o de fe de los que ejercemos las funciones de gobierno.
Porque la sociedad es muy diversa y así como existimos los cristianos de diversas orientaciones y denominaciones existen también otros que no profesan lo mismo que nosotros.
Garantizar los derechos de todos y todas es un principio superior, para los fines de la convivencia democrática, que mis personales convicciones morales o de fe.
Seguiré siendo católico, pero me sentiré mucho más responsable y coherente si las decisiones de Estado en esta administración de la que me enorgullece ser parte, se toman en función de derechos iguales para todos los credos, creencias y doctrinas religiosas, e iguales para los que no profesan ninguna.
Esta administración está profundamente comprometida con el ideal de una sociedad de derechos.
Por eso las políticas públicas deben ser aconfesionales, porque los derechos no son una cuestión de mayorías ni de opinión. Cualquier otra fórmula (y existen desde las teocracias a las formas más radicales de estados confesionales) no garantiza ni la igualdad ni los derechos de todos y todas.