
El caso SeNaSa no es un accidente aislado.
Estamos frente a la punta de un iceberg que amenaza la sostenibilidad del sistema de salud. Hemos visto autorizaciones para procedimientos inexistentes o innecesarios, despachos ficticios de medicamentos y suplantación de identidades de afiliados.
Sería ingenuo creer que el problema se agota en la ARS estatal. Si las prácticas son replicables, otras aseguradoras de seguro que padecen el mismo mal en la proporción de su tamaño.
Entendemos que la mayoría de médicos, farmacias y centros trabaja con ética. Pero existe una minoría organizada que aprendió a leer las grietas del sistema y a exprimirlas.
Se aprovechan de un circuito de autorizaciones vulnerable, verificación clínica débil, trazabilidad difusa entre lo prescrito y lo realmente hecho, y controles internos que ceden ante la presión del interés. El daño es triple porque se roba dinero público, se degrada la calidad de la atención y se erosiona la confianza social.
Corresponde a la justicia identificar responsables y sancionarlos. A nosotros, como sociedad, nos toca impedir que el fraude siga siendo rentable. La primera urgencia es abrir las ventanas y practicar auditorías forenses espejo y aleatorias, no sólo en SeNaSa, sino en todas las ARS, con cruces de historias clínicas, horarios, ubicación del servicio, matrícula del prestador y consistencia del diagnóstico con el procedimiento facturado.
La tecnología ya ofrece el andamiaje para cerrar atajos.
No bastan protocolos si no hay consecuencias. Un sistema creíble necesita sanciones ciertas y recuperación de activos.
Se requiere identificar a los defraudadores y que sean inhabilitados.
Defraudar la salud es robar dos veces: al enfermo y al contribuyente.
Nada de esto debe traducirse en barreras para el paciente honesto. La continuidad de tratamientos es sagrada.
Este caso es una oportunidad para madurar. Si la respuesta se limita a la indignación y a una cacería de titulares, el iceberg seguirá a la deriva.