Seis horas y media, pero valió la pena

Seis horas y media, pero valió la pena

Seis horas y media, pero valió la pena

Ruddy L. González

A las seis y diez minutos de la mañana del martes, cuando apenas comenzaba a clarear y con una agradable y fría brisa, hacía fila frente al portón de entrada del edificio principal de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, PUCMM.

El propósito, vacunarme contra el Covid-19.

Había ido el lunes, alrededor de las ocho y media de la mañana, pero el cupo de vacunas disponibles estaba lleno.

Pensé que al ir a las seis de la mañana sería de los primeros, pero no, ya habían personas desde las cinco de la madrugada.

El salón estaba casi lleno.
Parecía que la mañana iba a ser aburrida –aunque estaba en compañía de mi amigo, el también periodista Orlando Gil, quien generalmente tiene un chiste o un cuento a flor de labios- allí sentado, esperando que me vacunaran.

Pero no. Oí todo tipo de historias, anécdotas de lo que implicaba para los allí reunidos, todos mayores de 70 años de edad, de cómo habían vivido la dura experiencia de la cuarentena, del alejamiento de los hijos, los nietos, los hermanos, de amigos y vecinos.

De cómo la vida había cambiado. Una señora, por ejemplo, contaba cómo se ha hecho una experta en el internet, las conexiones por Zoom y cómo ha aprendido a hacer todo tipo de recetas, de programas de televisión, que nunca pensó eran posibles.

O de un hombre de 72 años que decía que nunca pensó en fregar o despolvar porque “soy el que se gana los cuartos de la casa”, pero que ahora es un ‘experto’ en los ‘quehaceres domésticos’. Por eso su decisión de vacunarse.

No oí a nadie preguntar o comentar de dónde eran las vacunas, si chinas, rusas, inglesas o norteamericanas. Si eran ‘buenas’ o ‘malas’. Lo que sí se repetía era la voluntad de vacunarse, como una obligación, una responsabilidad.

A las 8:15 de la mañana llegaron las vacunas, en una vanette con sirena y todo. Lo que avivó a todos los presentes. Una funcionaria de la PUCMM pidió un aplauso al presentar a una decena de jóvenes médicos que tenían a su cargo la inyección de la vacuna. El aplauso fue de pie y pareció una ovación.

Impecable la organización del equipo de la PUCMM. Un gran salón abierto, limpio, iluminado, con ventilación por todos lados, sillas suficientes para acoger, con distanciamiento, a los congregados, una ordenada recolección de datos, facilidades como baños limpios y completos, botellones de agua y gel en varios puntos y, sobre todo, la amabilidad, educación, vocación de servicio de una treintena de jóvenes graduados y estudiantes de término de medicina, junto a docentes, personal administrativo y voluntarios de la Universidad, que ‘bregaron’ con cortesía con ese grupo de adultos, todos sobre 70 años y algunos con serios problemas de movilidad. Muchos se desesperaron por el tiempo de espera, pero no hubo choques con los voluntarios, pues eran amables, decentes y sobre todo, respetuosos.

El sistema es organizado. Identificación de edad por cédula, silla por silla, por los voluntarios que anotan en sus celulares, y entrega de un formulario de ‘consentimiento’ para ser llenado y firmado.

Se espera, entonces, ser llamado por las bocinas para presentarse ante un (a) joven que llena una ficha electrónica con los datos del formulario y que es la documentación que se registra en el Ministerio de Salud Pública como una persona que acudió a vacunarse. De ahí esperar la llamada a !vacunarse! Una fila sentado que va moviéndose de asiento en asiento y luego al saloncito de la vacunación.

La frase fue clásica: “Despreocúpese, esto no le va a molestar”. Le tengo terror a las agujas y eso me da mucha tensión, pero la verdad, cuando creí que me preparaban el brazo para ponerme la jeringa, ya estaba afuera y me pasaban un algodón con alcohol para que lo colocara en el lugar donde penetró la aguja y evitar que sangrara.

Cuando salí del local -luego de que pasara veinte minutos sentado y con el paseo entre sillas de jóvenes médicos y estudiantes de término de medicina alrededor de los allí presentes observando si había alguna reacción a la vacuna acabada de poner, nos entregaron la tarjeta que indica haber cumplido la jornada y cuándo se debe acudir a colocar la segunda dosis- me sorprendí de que hubiera pasado seis horas y media allí.

El tiempo ‘se fue volando’, como se dice, y la experiencia fue grata y responsable, a pesar del pinchazo.
El sacrificio, si lo fuera, valió la pena. !Vacúnese!