Cuando se habla de “presiones” sobre República Dominicana con relación a la presentación de una ley especial que permita salvaguardar la nacionalidad dominicana de las personas afectadas por la sentencia 168/13, es preciso recordar que las reacciones de rechazo y denuncias surgidas en el mundo frente a tan inicua decisión fueron advertidas por las dos juezas del Tribunal constitucional (TC) que emitieron un voto disidente.
Nadie en su sano juicio podría esperar hoy día, en cualquier punto del planeta, que en materia de derechos humanos la desnacionalización de miles de personas de cuatro generaciones por disposición de un Estado que las aceptó como ciudadanos de pleno derecho pasaría como un camello a través del hoyo de una aguja.
Por ende, el caso ya no es un simple problema interno dominicano o una crisis bilateral con Haití. El asunto ha devenido en una cuestión de interés internacional con la activa participación de organismos competentes, bloques regionales de países concernidos y gobiernos amigos, incluyendo Haití, por tener en República Dominicana la comunidad decana de su diáspora global.
El gobierno dominicano tiene el pulso de la situación a través del manejo de sus relaciones internacionales. Funcionarios palaciegos o de la Cancillería no dejan de sorprenderse de las peticiones digitales o las cartas en físico recibidas de países que ni saben muy bien dónde estamos ubicados en el globo terrestre, todos pidiendo la restitución de la nacionalidad a los afectados.
Esa reacción en cadena llama la atención de las autoridades dominicanas respecto al carácter retroactivo de la sentencia y la posibilidad de crear una situación masiva de apatridia.
Las comparaciones con el apartheid surafricano y el genocidio nazi de los judíos han sido las ilustraciones más recurrentes para subrayar la gravedad del caso.
La reacción más virulenta proviene de la Caricom (Comunidad del Caribe), cuyo presidente advirtió que República Dominicana pudiera transformarse en un Estado paria, mientras, suspendió temporalmente el ingreso del país en ese bloque regional, que mantiene una actitud firme ante lo que se considera ser el climax del antihaitianismo.
Objetivamente, hay que diferenciar las reacciones provocadas por algo que nunca debió suceder y las presiones. Deliberadamente, por un manejo político, se ha optado por hablar de las “presiones” internacionales, incluso las haitianas, obviando las locales.
Las presiones callejeras y políticas sobre el gobierno dominicano han sido registradas en el país, no en el extranjero.
Entre otras, por las manifestaciones públicas pidiendo “muerte a los traidores” (quienes se oponen a la sentencia); las amenazas de romper alianzas político-electorales con el partido oficialista; el discurso anticristiano de algunos jerarcas religiosos; el posicionamiento de ciertos líderes en el Congreso; el llamado a la desobediencia civil en caso de que el Ejecutivo propusiera alguna ley que “desacate” la sentencia.
La presión local es tan fuerte que a cerca de ocho meses de la sentencia, pese a las consultas del Jefe del Estado dominicano con líderes políticos y religiosos, su compromiso previo en conversaciones con su homólogo haitiano y su indudable buena disposición de encontrar una salida viable a la situación, no se ha podido presentar aún el anunciado proyecto de ley especial que permitirá responder con justicia a la situación creada por el Tribunal Constitucional.
Con las recientes reuniones bilaterales simultáneas en Puerto Príncipe y Santo Domingo, muchos creen que Haití no tiene el interés ni la capacidad de ejercer una presión real si no se beneficia de la de los grupos ultranacionalistas dominicanos para reclamar a su contraparte el cumplimiento de su palabra.