El populismo tiene una habilidad casi artística para presentarse como la voz del pueblo frente al poder establecido. Sus líderes prometen soluciones inmediatas, aseguran que los problemas complejos tienen respuestas simples y ofrecen esperanzas envueltas en frases emotivas.
Sin embargo, cuando logran conquistar el poder por la vía democrática, la realidad se encarga de desnudar la fragilidad de sus discursos.
Ese es el gran desafío que tendrá el recién electo alcalde de Nueva York, quien consiguió seducir a más de un millón de votantes con un discurso cargado de promesas que despertaron ilusiones, pero escaso de detalles sobre cómo las cumpliría. Su campaña se apoyó en la frustración de amplios sectores urbanos ante problemas reales como la inseguridad, la desigualdad y el costo de la vida, pero sin ofrecer un plan fiscal o administrativo que sostenga las soluciones planteadas.
El populismo electoral suele olvidar que gobernar no es prometer, sino administrar. Las ciudades, sobre todo las grandes, se mueven con presupuestos, regulaciones y responsabilidades institucionales que no pueden ser barridas por consignas. Lo que se ofrece en mítines con la voz encendida, después debe sustentarse con números, leyes y consensos. Y ahí es donde los populistas suelen tropezar.
Nueva York no es una excepción. Cualquier iniciativa transformadora —ya sea en vivienda, transporte, seguridad o programas sociales— requiere fondos, y esos fondos sólo pueden provenir de impuestos o de aportes del gobierno federal.
No hay magia fiscal. Los discursos que suenan heroicos en campaña se estrellan con la matemática de los presupuestos y la inevitable burocracia de la administración pública.
El nuevo alcalde de Nueva York tendrá la oportunidad de demostrar si es diferente, si puede traducir sus eslóganes en gestión, y sus promesas en políticas viables. Si no lo logra, quedará como un nuevo ejemplo de que el populismo puede ganar elecciones, pero casi nunca sabe gobernar.