El pesimismo dominicano ha tenido, por lo menos desde el siglo XIX, bastantes expresiones y comentaristas, algunos de ellos con perspicacia suficiente como para haber anticipado muchas de las oportunidades abiertas para cualquiera, nacional o extranjero, en una tierra en la que casi todo estaba por hacer.
Cuando estas actitudes del espíritu nacional brotaban de los estratos más empobrecidos, daban lugar a cuadros pintorescos; pero cuando tenían lugar entre intelectuales, alimentaban una cantera del pensamiento al que se ha dado en denominar “el gran pesimismo dominicano”.
Uno y otro han de haber tenido un mismo origen, pero, ¿y el optimismo, cuándo surgió y por qué ha tenido tan poca prensa?
Puesto a observar sin apasionamiento, cualquier dominicano mínimamente educado estará en condiciones de apreciar, a propósito de las grandes luchas del siglo pasado, las tres décadas de la dictadura y la conflictiva transición de casi veinte años, que en el fondo el dominicano está hecho de optimismo.
Y que así como pueden ser encasillados dos pesimistas, uno pintoresco por su incapacidad para entender y su peculariaridad, y otro grande por su capacitación para el pensamiento, pueden perfectamente ser hallados, —sin muchas dificultades— dos optimistas, uno sin grandes luces que sale cada día de su casa con el mazo en las manos después de haber rogado a Dios para que el día le sea propicio, y otro, un poco más afortunado, para el que parecen haber sido inventadas las oportunidades.
Si las estadísticas hablan la verdad cuando nos dicen que la economía no ha dejado de crecer en las últimas cinco décadas —se toleran las excepciones—, ha llegado el momento de que el bando optimista mire hacia atrás, sí, hacia atrás, y le extienda su mano a los abrumados, encogidos o incapacitados.
Podemos, hasta ahora ha sido así, pero no debemos, caminar en dos bandos.