Por Rafael Peralta Romero*
Aunque la palabra percepción ha participado, de un año hacia acá, en un juego poco simpático para los dominicanos, he aceptado valerme de ella porque conviene a los fines de mi desempeño en este coloquio sobre la narrativa dominicana, que ha organizado la Fundación Corripio y me ha distinguido al incluirme como copartícipe, al lado de los apreciados colegas Pedro Antonio Valdez y César Augusto Zapata.
La percepción es consecuencia de la observación de realidades exteriores, a partir de las cuales los sentidos interiores generan una sensación que le dicta al individuo un conocimiento, una valoración, en torno al fenómeno de que se trate.
Como he de referirme a mi percepción acerca de la narrativa dominicana contemporánea, comenzaré por decir que algunos hechos permiten afirmar que la situación actual de la narrativa en nuestro país es auspiciosa. Me parece favorable por la cantidad y la calidad de las obras que han aparecido en las últimas décadas, no obstante los escasos estímulos que recibe el quehacer literario en nuestro país.
Hasta hace menos de cuarenta años los críticos y reseñadores de nuestra literatura se referían con lamentaciones al fenómeno denominado Síndrome de la novela única, debido a la prevalencia del número uno en la cantidad de obras de este género publicadas por nuestros autores durante aproximadamente un siglo. Para muestra tres autores: Manuel de J. Galván, Tulio M. Cestero y Ramón Marrero Aristy.
En pro de la verdad hay que señalar como excepción a Francisco Javier Angulo Guridi, quien dio a conocer cuatro novelas en la segunda mitad del siglo XIX: “La campana del higo”, “Silvio”, “La Ciguapa” y “La fantasma de Higüey” (1857) considerada por algunos investigadores la primera novela dominicana, en contraposición con la muy asentada información que atribuye esa primacía a “El Montero”, de Pedro Francisco Bonó, aparecida en 1856. Después de Angulo Guridi hubo de esperarse la entrada del siglo veinte para que otro novelista, en este caso una mujer, rompiera la barrera de la novela única. Se trata de Amelia Francisca Marchena, recordada más por su seudónimo Amelia Francasci, quien publicaría unas cuatro novelas.
Según datos del historiador Frank Moya Pons, consignados en su valioso libro “Bibliografía de la Literatura Dominicana”, en dos tomos, durante el siglo XIX se publicaron 58 obras literarias en diez variedades de géneros, de las cuales hubo siete novelas y dos libros de cuentos.
Si comparamos estas cifras con lo ocurrido en el primer tercio del siglo veinte, concordaremos en que ha sido constante el auge de la producción literaria narrativa. Veamos este detalle: En las primeras tres décadas del pasado siglo (1901-1930) se publicaron, de acuerdo a los registros de Moya Pons, 42 novelas y 26 volúmenes de cuentos.
Es bueno observar cómo viene creciendo el número de publicaciones de obras narrativas, ya que en el segundo período de tres décadas (1931 a 1960), no obstante el oscurantismo de la tenebrosa Era de Trujillo, se cosecharon 98 novelas y 67 libros de cuentos.
Es obvio que la cantidad de novelas lanzadas en esos treinta años resulta superior a la totalidad de obras de autores dominicanos, de todos los géneros, editadas en el siglo XIX, lo cual es un dato muy alentador.
Es a partir de la tercera parte del siglo veinte cuando el cuento supera a la novela. Moya Pons registró para el período 1961-1990 un total de 151 novelas publicadas y 160 libros de cuentos.
Si insistimos en las estadísticas, podríamos resaltar como dato propicio que si en el siglo XIX se publicaron siete novelas, en este momento tenemos más de siete autores de los que cada uno ha publicado más de siete novelas. Y hay datos tan elocuentes como el hecho de que los escritores Marcio Veloz Maggiolo, Manuel Salvador Gautier, Diógenes Valdez y Roberto Marcallé Abreu suman más novelas publicadas que todas las aparecidas en el primer tercio del siglo XX.
En lo que va de siglo y final del pasado ha surgido un grupo de novelistas y cuentistas que ya fuere en uno de los géneros o adicionando los títulos de un género al otro, han dado a conocer cinco o más obras: José Alcántara Almánzar, Avelino Stanley, Luis R. Santos, Edwin Disla, Ángela Hernández, Miguel Solano, Janet Miller, César Zapata, Federico Jovine Bermúdez, William Mejía, Rafael Darío Durán, Pedro Camilo, Rafael García Romero, Emilia Pereyra, Pedro Antonio Valdez, José Acosta y, si lo permiten, incluyo a quien les habla.
El apreciado amigo Avelino Stanley en su interesante estudio “La novela dominicana, 1980-2009” presenta una extensa lista de novelas y sólo refiere las obras de este género publicadas en las dos últimas décadas del siglo XX y la primera década del siglo XXI. Avelino menciona 430 novelas de autores dominicanos aparecidas en esos treinta años, es decir un promedio de 14 obras por año y más de una por mes.
Los datos que maneja le han permitido a Stanley afirmar que “La narrativa dominicana actual vive uno de sus momento más fructíferos. El número de libros de cuentos y novelas que se publica cada año es cada vez mayor. La calidad de las obras de estos géneros es notoriamente superior a las de otras décadas, sobre todo anteriores a 1980”.
Son estos hechos lo que me permite considerar auspicioso el futuro de nuestra novelística y también asegurar que escribir novelas en República Dominicana se convierte en un trabajo, el cual ha venido en crecimiento sostenido, quizá no al ritmo deseado, pero sí dejando constancia de la variación temática, la adopción de nuevas técnicas narrativas y de la elevación del volumen de obras publicadas.
Hace falta detenerse en la apertura ideológica y política iniciada en los años sesenta, para referirse a lo que ocurre actualmente en la narrativa dominicana. El despertar que se hizo palpable en el cuento, la poesía, el teatro y el activismo cultural, produjo efectos bienhechores. Creo que los jóvenes cuentistas y poetas de entonces son, en muchos casos, los narradores maduros de este momento.
Hoy por hoy, cientos de jóvenes trabajan la cuentística en todo el país, a través de talleres literarios establecidos en cada municipio, como en los barrios de la capital y ciudades mayores, y –cosa muy importante- los textos que han publicado revelan plena conciencia del oficio y el manejo de técnicas modernas.
Es considerable el número de cultores del cuento y la novela, y es alentador que no todo ocurre en la ciudad capital, sino que tenemos autores desde Miches hasta Montecristi y por igual en cada lugar del mundo donde habita una colonia de dominicanos. Sobre estos hechos se sostiene mi percepción de que es auspicioso el cultivo de la narrativa en nuestro país.
*El autor es periodista y escritor