Si para Walter Benjamin París fue la capital del siglo XIX, para Hemingway era una fiesta. Sin París la literatura hispanoamericana no habría tenido una metrópoli que la catapultara con su hechizo al mundo editorial, en la segunda mitad del siglo XX, y de ahí que fuera la capital cultural de América Latina.
Ciudad aérea y subterránea, París seduce y como urbe está configurada en estrellas múltiples, de calles como rayos. Desde la Tour Eifel o Arc de Triomphe es otra villa: majestuosa e imponente. Por su monumentalidad es equiparable a las pirámides de Egipto, pero en París confluye la tecnología y el arte, la modernidad y la contemporaneidad: símbolo masculino y femenino.
Los museos del Louvre, Orsay, Rodin, Marmottan Monet, o de las artes asiáticas, el Panthéon, la catedral Sacre Couer, Notre Dame, o el mítico Moulin Rouge; monumentos postmodernos como el Centre George Pompidou o la Bibliotheque Nationale de France, París es la fiesta de la arquitectura y la pintura, con su patrimonio monumental y artístico, que embruja a los cuarenta millones de turistas que visitan a Francia anualmente.
Patria del surrealismo y el simbolismo, el cubismo y el parnasianismo, Francia es París, pues su magia se concentra en su capital, diferente a Italia, donde cada ciudad es una metrópolis autónoma, con una historia clásica y mítica.
Rubén Darío en cierto modo funda el modernismo bajo el hechizo de París y los simbolistas. Se dice que escribió en español y cantó en francés. Con razón Carlos V dijo que “París no es una ciudad, sino un mundo”. En tanto que para Enrique IV: “París bien vale una misa”.
En efecto, París es el sueño de una ciudad universal y la luz de los turistas.
Altar de los inmigrantes. Heredera fiel del concepto de ciudad medieval. Capital de la moda, el queso y el vino, París es cortada en su corazón por el río Sena, pero sus 33 puentes sostienen su orilla, que lo vuelven un canal de 766 kilómetros cuadrados.
No hay París sin el Sena, el que encanta a los navegantes, a los bohemios y poetas, es el mismo donde se tiró angustiado poeta judío Paul Celan hasta hundirse en una “fuga de muerte”.
El francés es racional como Descartes, pero también con sentido del humor como Voltaire. No saluda a los desconocidos. Camina raudo y siempre está mirándose hacia adentro.
Sabe lo que es y lo que tiene. No se pregunta quién es porque sabe lo que es y porque tiene una conciencia de su historia, del heroísmo napoleónico y de la ética de Gaulle.
El francés da dos besos al saludar sin levantar sus brazos, pues no abraza, a menos que medie un afecto previo.
Desayuna como mendigo, pero almuerza como un príncipe y cena como un rey. Bebe vino después del almuerzo y de la cena.
El pan es un totem, un fetiche que no falta en ninguna mesa de restaurante. En Francia no existe la obesidad, pues hay un culto al arte de caminar a pie.
“París no se acaba nunca”, dice Vila Matas, en su libro -que me vi obligado a comprar en una librería de Roma para saborear mejor su respiración.
Era un libro que buscaba desde hacía días, y que quería leer en mi viaje a París, ciudad que había sido una deuda sentimental y personal, acaso porque muchos de sus escritores y artistas forman parte de mi vocabulario espiritual y de mi altar letrado.
Vila Matas tiene razón: París no se acaba nunca, y no se acaba porque cada día nace y renace. Sus restaurantes y cafés, museos y librerías son un semillero de espacios que invitan a soñar despierto y recrear la mirada.
Es verdad que vale revisitar, ya que no se agota nunca, y menos en una primera visita. Queda aún mucho por ver y razones para volver. París, mon amour.