República Dominicana ha llegado a tales niveles de absurdo que cumplir la ley se constituye en un riesgo.
El fin de semana pasado, en Navarrete, el conductor de un autobús que cubre la ruta entre Santiago y ese poblado chocó por detrás de manera aparatosa a dos vehículos que estaban detenidos frente a un semáforo con la luz roja.
La justificación de ese conductor fue que él pensaba que ellos se robarían el rojo y por eso no frenó a tiempo, sino que aceleró para también irse en rojo. Los otros dos conductores pagaron con la semidestrucción de sus vehículos simplemente porque respetaron la Ley de Tránsito.
Algo tan elemental puede usarse para extrapolar un mal que se ha generalizado en la República Dominicana. Los empresarios, industriales y comerciantes que pagan todos sus impuestos corren el riesgo de ser sacados del mercado por quienes lo evaden, pues se produce una competencia desleal contra la que no pueden salir airosos.
Funcionarios de todo nivel reivindican su derecho a ayudar a los suyos sin importarles que el tráfico de influencia y la prevaricación están tipificados como delitos en el Código Penal vigente. Pero las bases castigan despiadadamente negándoles el apoyo a los dirigentes políticos que no actúan bajo esa lógica.
Son lastimosos los ejemplos de personas que ellas mismas confiesan que mientras eran honorables y pulcras no recibían reconocimiento social, pero al cambiar su conducta y convertirse en especies de corsarios son ahora personalidades respetables.
La sociedad dominicana camina al revés.