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Occidente no quiere democracia, quiere vasallos

El Día Por El Día

Por Julio Disla

Resulta casi cómico —si no fuera trágico— escuchar a los gobiernos occidentales predicar sobre democracia, derechos humanos y libertad de los pueblos. Se llenan la boca con grandes palabras mientras sus manos están manchadas de sangre, de intervencionismo, golpes de Estado, chantajes económicos y guerras preventivas. La verdad, dicha sin rodeos, es esta: Occidente no defiende la democracia, la utiliza como un látigo. No quiere competencia, quiere sumisión.

Cuando un país vota libremente, pero elige un proyecto que no rinde pleitesía a Washington, Bruselas, Francia o Londres, inmediatamente deja de ser “democrático” para convertirse en “un régimen”, en “una dictadura” o “un estado fallido”. Los hechos son secundarios; lo único que importa es la obediencia. Si aceptas abrir tus mercados, privatizar tus recursos, alinear tu política exterior y convertirte en pieza de su tablero geopolítico, entonces puedes ser presentado como un ejemplo de democracia, aunque tu pueblo viva en la miseria y la represión. Si te atreves a decir “no”, aunque sea en las urnas, prepárate: te sancionarán, te difamarán, te aislarán o te invadirán.

Occidente no soporta la competencia de modelos porque en el fondo sabe que su democracia es de mantequilla, una mentira endeble, un espejismo construido a base de propaganda, censura encubierta y manipulación del miedo. Sus élites entienden que si el mundo pudiera comparar libremente alternativas —formas de vivir, de producir, de organizarse—, su poder se derrumbaría como un castillo de naipes. Por eso necesitan un monopolio ideológico: un mundo donde sólo su modelo sea concebible, donde toda diferencia sea estigmatizada como un peligro.

Hablan de libertad mientras espían a sus ciudadanos y encarcelan a quienes denuncian sus crímenes (pregúntenle a Julián Assange). Hablan de derechos humanos mientras financian guerras que destruyen países enteros (miren Siria, Yemen, Libia). Hablan de pluralismo mientras destruyen gobiernos que no les son funcionales (Honduras, Bolivia, Haití).

La hipocresía es tan grotesca que ya no puede sostenerse ni siquiera con el barniz de los grandes medios, esos cómplices serviles que todavía se atreven a hablar de “misiones de paz” mientras caen bombas sobre civiles.

¿Qué democracia puede haber cuando un imperio se erige como juez, jurado y verdugo del mundo entero? ¿Qué competencia puede existir en un campo de juego donde uno de los jugadores tiene derecho a cambiar las reglas cuando pierde?

La democracia verdadera implicaría aceptar que otros pueblos puedan elegir caminos diferentes, que existan otros relatos, otras formas de libertad, otras prioridades que no sean el lucro de las grandes corporaciones. Implicaría reconocer que Occidente no tiene el monopolio de la razón, ni de la justicia, ni de la historia. Pero para Occidente, eso sería intolerable. Porque significaría renunciar al dominio que disfraza de valores universales.

Basta de hipocresía. Occidente no exporta democracia, exporta obediencia. No protege derechos humanos, protege mercados. No defiende la libertad, defiende su hegemonía. Y cada vez que un pueblo se atreve a alzar la cabeza, la maquinaria del chantaje, la mentira y la violencia se activa para aplastarlo.

El tiempo de las máscaras ha terminado. Los pueblos del mundo deben entender que, si quieren ser libres de verdad, tendrán que desobedecer. Tendrán que construir sus propias democracias, no las que Occidente aprueba, sino las que broten de su propia historia, su propia lucha, su propia dignidad.

Y tendrán que estar preparados para pagar el precio. Porque en este mundo, la libertad verdadera no se concede: se arranca.

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