Cuando Harold Bloom sentenció recientemente que no hay nada “radicalmente nuevo” en la literatura actual, encontró seguidores -y también detractores.
En la historia literaria siempre ha habido autores paradigmáticos y epígonos. No todos los autores de una generación o movimiento estético trascendieron.
Muchas veces los cambios radicales no se observan en la inmediatez sino muchos años después. La gloria de Kafka es tardía. Durante su vida ni siquiera él mismo supo que su obra sería clásica -y por eso pidió a su albacea Max Brod que quemara todos sus libros.
Ningún escritor sabe que está escribiendo una obra maestra, pues siempre es desconocida por su creador. Su fama, a menudo, es póstuma.
Y en algunos casos, el fervor de una obra se apaga rápidamente, o renace intermitentemente. Algunas obras del presente no contienen novedad, sino que apelan a la tradición, recuperando procedimientos clásicos.
Entre novedad y calidad siempre habrá un hiato.
No siempre lo nuevo tiene calidad estética. Ni siempre la novedad es moderna. ¿Es la novedad una ruptura con la tradición? No necesariamente.
Las rupturas siempre son excepciones a la tradición. Si Bloom ve “basura” en muchas obras está olvidando que siempre la ha habido, solo que en el pasado eran excepcionales, y ahora son las normas.
Pero Bloom olvida además que hay autores excepcionales dentro de esa “cultura-basura” (como diría Howard Gardner) de la actualidad literaria. Para que una obra tenga calidad no tiene que ser renovadora.
Proust en su momento no era un autor renovador, como sí lo fue Joyce, desde el punto de vista técnico.
De ahí que la calidad de un autor no la determina la voluntad de renovación. Bloom tampoco vislumbra que lo que no es nuevo, dentro de medio siglo, podría ser nuevo, pues no podemos verlo porque la luz del presente, a menudo, nos enceguece.
También podría decirse que uno siempre piensa que el pasado fue mejor que el presente -como dice Jorge Manrique en su célebre poema: “Todo tiempo pasado fue mejor”.
En ese sentido, habría que pensar en los límites de lo nuevo, es decir, ¿dónde empieza y termina lo nuevo? La frase de Bloom parece escatológica, a juzgar que todo se acabó después de los maestros literarios.
Acaso Bloom olvida que cada época tiene sus novedades estéticas, y que vivimos en un tiempo de aceleración que hace que los objetos se vuelvan obsoletos rápidamente, tragados por la dinámica de un tiempo vertiginoso, cosa que no sucedía en el pasado.
Sin embargo, no podemos saber qué perdurará, como no lo supieron nuestros precursores.
Quizás hoy hay más prisa por publicar, menos silencio reflexivo y autocensura, y tal vez, más fe. Existe una industria editorial que no existía antes y que hace que se edite más y con menos calidad por una demanda inducida del mercado lector.
La raíz de la idea bloomiana de lo nuevo reside acaso en la originalidad, pero nadie es enteramente original. Ni Homero lo fue, que fue el primer poeta occidental.
Entonces, no podemos buscar novedad, pues la originalidad absoluta es un mito de creación. Lo “radicalmente nuevo” -que busca Bloom en la literatura actual-, nunca ha existido, ya que siempre lo nuevo es relativo. A no ser que quiera reducir la literatura a lo sagrado, a las obras sapienciales, en su búsqueda de sabiduría, que está -según él- en las obras maestras de su canon literario.
La originalidad no es una meta sino una búsqueda estilística, que se transforma siempre con el presente. Lo nuevo siempre ha existido porque se encarna en el presente.
La novedad siempre está enclavada en una tradición estéticamente determinada.
En síntesis, quizás convenga apuntar que el modo de leer hoy ha mutado, y por tanto, ya no podemos entender -ni disfrutar- la miríada de textos que circulan en el circuito del mundo editorial del mundo.